martes, 25 de noviembre de 2008

NIETZSCHE, PSICÓLOGO DE PASADO MAÑANA

Nietzsche, psicólogo de pasado mañana

María Cecilia Salas Guerra[1]

No sólo no puedo volverme malévolo, sino que no puedo volverme ninguna otra cosa: ni malévolo, ni benévolo, ni canalla, ni hombre honrado, ni héroe ni insecto (…) un hombre inteligente en el siglo XIX ha de ser ante todo una criatura sin carácter, aún más, está obligado a serlo; un hombre de carácter, un hombre activo, es una criatura preeminentemente limitada.

Fiodor Dostoievski, Apuntes del subsuelo

(…)cuando el moralista se dirige nada más que al individuo y le dice:”¡tú deberías ser de este y de aquél modo”, no deja de ponerse en ridículo. El individuo es, de arriba abajo un fragmento de fatum (hado), una ley más, una necesidad más para todo lo que viene y será. Decirle “modifícate” significa demandar que se modifiquen todas las cosas, incluso las pasadas.

Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos


Nietzsche es implacable con la psicología de la época. Critica su inscripción moral, sus aspiraciones a convertirse en ciencia del comportamiento, su afán normalizador que se traduce fácilmente e imperativos acerca de lo que el individuo debe cambiar, lo que no debe hacer, lo que debe ser. Critica la genealogía azul, ideal, de los psicólogos ingleses a quienes califica de ranas viejas y aburridas, y a la cual antepone una genealogía gris, fatal. Critica la falta de perspectiva histórica de la mirada psicológica que no está en condiciones de mirar las cosas largas en perspectiva. Denuncia que “hay casos en que nosotros los psicólogos somos como los caballos y nos ponemos inquietos: vemos nuestra propia sombra oscilar arriba y abajo delante de nosotros. El psicólogo tiene que apartar la vista de sí para llegar a ver algo.”[2] Critica la ‘psicología de chamarilero’ y del limitado ‘ver por ver’ que la caracteriza, donde el árbol impide ver el bosque, pues se pretende inferir a partir de un caso, desestimando así lo universal de la condición humana. De igual modo, es implacable con aquella psicología aposentada en la interioridad, pues lo que suele llamarse ‘mundo interno’ “está lleno de fantasmas y de fuegos fatuos: la voluntad libre es uno de ellos. La voluntad no mueve nada, por consiguiente tampoco aclara nada: simplemente acompaña los procesos, también puede faltar.” En este mismo sentido, el llamado “motivo” es otro error, un accesorio del acto, y más que dar cuenta de los antecedentes de éste, encubre al acto mismo. Y del yo, tercer elemento del mundo interno, ni qué decir: “se ha convertido en una fábula, en una ficción, en un juego de palabras: ¡ha dejado totalmente de pensar, de sentir y de querer.”[3] Critica por tanto, la psicología más antigua y prolongada que hizo de todo acontecimiento un acto y de todo acto la ‘consecuencia de una voluntad’, una psicología que redujo el mundo a una proliferación de acontecimientos para cada uno de los cuales se propuso asignar un agente, un sujeto. El hombre proyecta fuera de sí sus tres hechos internos, en los que creía fielmente: la voluntad, el espíritu, el yo como causa de las cosas mismas. Así, en un extraño juego a las escondidas consigo mismo, “¿Cómo puede extrañar que luego volviese a encontrar siempre en las cosas tan sólo aquello que él había escondido dentro de ellas?”[4]

El propósito de esta exposición es mostrar, en primer lugar, algunos pasajes donde se descubre el persistente interés crítico de Nietzsche por la psicología, hasta el punto de presentarse a sí mismo como ‘psicólogo de pasado mañana’, como el ‘primer psicólogo entre filósofos’, como un ‘hombre póstumo’ y como tal más difícil de comprender que los hombres tempestivos, y mejor que así sea por que ‘comprenderlo todo es destruirlo todo’. Crítica que tiene como trasfondo una concepción trágica del individuo y del devenir, de ahí que cuando se nombra a sí mismo como psicólogo está hablando desde esta perspectiva y en abierto contrapunto con la psicología moderna. En segundo lugar, este texto se detiene en la especial embriaguez que le produce al filósofo la lectura de Dostoievski (cuya obra conoce en traducción francesa al parecer en 1886-7), en particular referimos aquí Memorias (o apuntes) del subsuelo. Gracias a lo que el filósofo designa como “instinto de afinidad” se produce este encuentro con el novelista ruso, quien, en las palabras de aquél, es él ‘único psicólogo con el que yo me entiendo’. Pero ¿de qué se trata en las Memorias que logra cautivar tan vivamente el interés de Nietzsche?, ¿por qué un hombre tan recalcitrante y tan contradictorio llama profundamente su atención?.

1 El interés crítico por la psicología

En 1887-8, Nietzsche publica: Nietzsche contra Wagner, Crepúsculo de los ídolos, Ditirambos de Dionisos, El caso wagner, Ecce homo, El anticristo… Esta es la avidez del filósofo en los últimos meses de lucidez, contrariando con la escritura el supuesto silencio autoimpuesto. Es el periodo en que confiesa en sus cartas: “trabajo mucho aunque estoy melancólico.” (Niza, 20 de diciembre 1887) “Ausencia de salud, de dinero, de fama, de amor, de protección, y con todo, no convertirme en un trágico oso gruñón: esta es la paradoja de mi estado actual, su problema. Sólo ahora comprendo la historia, nunca he tenido ojos más profundos que en los últimos meses.” (Niza 1 de febrero 1888)[5]

En Sils-María, a mediados de 1888, en aquel pueblo suizo entre montañas y lagos, Nietzsche parece sacar riquezas de pobrezas, fortalezas de la indigencia, escritura febril del silencio trágico, transvaloración de la autodestrucción de sus planes literarios. Interesan aquí particularmente algunas de las alusiones que el autor hace de la psicología, de algunos psicólogos y de sí mismo en condición de tal. En esta época está preparando su gran obra sobre la transvaloración, espera tener el primer volumen en 1889. Y un anticipo de esa obra, un abrebocas de la misma, o, mejor, un abre oídos es Crepúsculo de los ídolos, cuyo manuscrito enviado a algunos amigos y entre ellos a su editor, Peter Gast, bajo el título de Ociosidad de un psicólogo, presentándolo como algo alegre y ameno, un libro que no podría ser lanzada después de la grave transvaloración. Se recogen allí, de forma ingeniosa y heterodoxa, finezas y sarcasmos, preludios joviales y severas condenas que anteceden esa gran tarea que escindirá la historia, recreaciones en todo caso del asunto en preparación: la Transvaloración de todos los valores, con la cual, una vez publicada, “Europa tendrá necesidad de encontrar todavía una Siberia para enviar a ella al autor” de semejante obra. Pero, de momento, en Ociosidad de un psicólogo lo que presenta son divertimentos, pasatiempos en medio de la gran tarea, en todo caso, “cuestiones realmente psicológicas y de las más desconocidas y sutiles”. (Sils-María, septiembre 12 de 1888)

Sin embargo, su amigo Peter Gast, lee el manuscrito y le sugiere cambiar el nombre, porque aquello de ociosidades de un psicólogo le resulta bastante modesto y no se corresponde en nada con lo que el libro puede generar en los lectores, pues lo que allí se contiene es artillería pesada, cañones llevados hasta la montaña, dinamita pura, como acabará por recocerlo el mismo Nietzsche. Se trata, según su amigo, de un paso de gigante, no del paso de un ocioso presa de fatiga. El autor acepta la sugerencia y reconoce que en efecto son detonaciones lo que contiene ese libro, martillazos contra los ídolos, las verdades, que se han pretendido eternas, de ahí su título definitivo: Crepúsculo de los ídolos o como se filosofa con el martillo. Este libro, “(…) de tono alegre y fatal, es un demon que ríe (…) No hay nada más sustancioso, más independiente, más demoledor, más malvado.”[6] Con este libro, la vieja moral llega a su fin, filosofía del martillo que se siente impulsado hacia la piedra, enfurecido contra esta prisión, haciéndola saltar en pedazos, pues en su interior dormita la imagen del superhombre. Y Nietzsche no tolera que esa gran imagen habite en la piedra más fea y más dura.

A través de este texto, el autor se sostiene como el más implacable de los psicólogos, en el sentido de ‘adivinador de almas, nato, inevitable’, como lo define en Más allá del bien y del mal. Psicólogo que a la manera del artista trágico dice sí al instinto y no a la moral, que no tiene consideración con todos los que pretenden mejorar a la humanidad valiéndose de medios inmorales; un psicólogo que reivindica al menos tres condiciones, entre otras, para que la psicología no se reduzca a las aspiraciones de ciencia del comportamiento, esas condiciones son: la seriedad jovial, el fatum (el hado) del cual el individuo es un fragmento, la inocencia del devenir que deja en evidencia el error de la voluntad libre, esa ‘artimaña de teólogos’ inventada con la finalidad de castigar, de querer encontrar culpable al hombre.
Toda la vieja psicología, la psicología de la voluntad, tiene su presupuesto en el hecho de que sus autores, los sacerdotes colocados en la cúspide de las viejas comunidades, querían otorgarse el derecho de imponer castigos (…) A los seres humanos se los imaginó ‘libres’ para que pudieran ser juzgados, castigados: para que pudieran ser culpables; por consiguiente se tuvo que pensar que toda acción era querida y que el origen de toda acción estaba situado en la conciencia (con lo cual el más radical fraude in psychologicis –en cuestiones psicológicas- quedó advertido en principio de la psicología misma.[7]

Es claro en este pasaje que la historia de la psicología está vinculada de modo inevitable a una moral que seduce al hombre declarándolo libre, pero con el fin de culpabilizarlo y castigarlo. A renglón seguido, en ese mismo apartado, el autor declara explícitamente que él se halla en un movimiento y en una psicología contrarios a esta que acaba de exponer. Se declara como uno de los ‘inmoralistas’ que intentan “con todas sus fuerzas, expulsar de nuevo del mundo el concepto de culpa y el concepto de castigo, y depurar de ellos la psicología, la historia, la naturaleza, las instituciones y sanciones sociales”. Es decir, que Nietzsche está en las antípodas de la vieja y la nueva psicología de teólogos, sean quienes sean los que la practiquen, descubre en estos adversarios -adalides del concepto de orden moral del mundo[8], del cual se impregna toda filosofía moderna incluso- la verdadera fuente que infecta la ‘inocencia del devenir por medio del castigo y de la culpa’. Por eso concluye que el cristianismo, y toda la psicología largamente inspirada en él, es una ‘metafísica del verdugo’.

Una psicología sin culpa, sin castigo, sin pecado, es también una subversión del concepto de hombre poseedor de una voluntad libre. De ahí que el psicólogo inmoralista defienda una única doctrina: “que al ser humano nadie le da sus propiedades, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo. (…) Nadie es responsable de existir, de estar hecho de este o aquel modo, de encontrarse en estas circunstancias, en este ambiente. La fatalidad de su ser no puede ser desligada de la fatalidad de todo lo que fue y será.”[9] Restablecer la ‘inocencia del devenir’, abrir paso a la gran liberación, presupone no atribuir más el modo de ser a una causa prima, ni considerar más el mundo como unidad (en cuanto sensorium o en cuanto espíritu).

Un psicólogo inmoralista, adivinador de almas, requiere además ‘dureza y jovialidad’ para no ceder a la compasión, para mantener abierta la pregunta por el ‘hombre bueno’, el de ‘buena voluntad’, para hacer vivisección de sí mismo. La moral que le define consiste en ‘no cultivar una psicología de chamarilero’[10] (el que hace cambalache y comercia con cosas viejas y usadas) propia de quienes observan solamente por observar y van y vienen en una inquietud creciente siempre al acecho de la realidad, y llevándose ‘a casa consigo cada noche un puñado de curiosidades’, pero de ello no sale más que un mosaico, una mezcla de colores chillones, algo turbulento. Un psicólogo así, más que observar, bizquea, exagera las cosas, y cree que hacer experiencia –en sentido amplio- es cuestión de método, es cuestión de querer-tener-experiencia. Es decir, el chamarilero desconoce que para ver algo es preciso apartar la vista de sí mismo. Un psicólogo nato, por el contrario, se protege del mero ver por ver, y, sobre todo, se cuida de la arbitrariedad de abstraer a partir de un caso individual: ‘hasta su conciencia llega sólo lo universal, la conclusión, el resultado’. Sabe, tanto como el artista, que la naturaleza no es un modelo, ni un campo de objetos disponibles, sabe que ‘la naturaleza es azar’, y que ponerse boca-abajo ante los pequeños hechos no es más que síntoma de sumisión y debilidad, algo ‘indigno de un artista entero‘, que más que ver lo que es, se pregunta cómo se llega a ‘ser el que se es y lo que se es.’ En este sentido, Nietzsche afirma en Ecce Homo: ‘Mi cordura es haber sido muchas cosas y en muchos lugares, para poder llegar a una única cosa.’

El psicólogo nato no es el sucedáneo del sacerdote que se vale de toda suerte de estratagema para asegurar la culpa y los pecados, tampoco es el experimentador y cambalachero que mira indiscriminadamente y que mezcla cosas y busca modelos. El psicólogo nato está más cerca del artista, y para que haya arte y contemplación estética es preciso la embriaguez, es decir, caminar bajo el símbolo dionisiaco. “Lo esencial de la embriaguez es el sentimiento de plenitud y la intensificación de las fuerzas. De este sentimiento hacemos partícipes a las cosas, las forzamos a que tomen de nosotros, las violentamos: idealizar es el nombre que se da a este proceso.”[11] Esta intensificación de las fuerzas es a su vez trágica: es la afirmación de lo múltiple, de lo plural, es afirmar incluso el más áspero sufrimiento, la más dolorosa náusea, el más sofocante tedio. El hombre más espiritual, el más valeroso, es el que vive con las tragedias más dolorosas, y sin embargo honra la vida porque ella le ‘opone su hostilidad máxima.’ Afirmación en todo caso alegre, como el héroe trágico: leve, danzarín, jugador. “Dionysos es quien echa los dados. Él es quien danza y se metamorfosea, quien se llama ‘Polygethes’, el dios de las mil alegrías.”[12]

En ese maravillo fenómeno llamado Dionisos, Nietzsche descubre lo propio del instinto helénico: la demasía de fuerza, “la voluntad de vida, regocijándose de su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos: a eso fue a lo que yo llamé lo dionisiaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la psicología del poeta trágico.” Pero no se trata aquí, aclara enseguida el autor, de una psicología de la katharsis como la había planteado Aristóteles en la Poética (la liberación del espanto y la compasión mediante la descarga de afecto), sino de una psicología del artista trágico, que más allá del espanto y la compasión, nos posibilita “ser nosotros mismos el eterno placer del devenir: ese placer que incluye en sí también el placer de destruir.” [13]

2 Nietzsche lee a Dostoievski y estalla en ebriedad

A propósito de un verso (del poeta J. G. Seume) convertido en sentencia, y bastante popular en Alemania, según el cual “Los hombres malvados no tienen canciones”, Nietzsche comenta lo siguiente en un fragmento inédito de 1883:
La música rusa saca a la luz, con una simplicidad conmovedora, el alma del mujik, del pueblo bajo. Nada habla más a mi corazón que las suaves melodías de esa música, todas las cuales son melodías tristes. Yo cambiaría la felicidad de Occidente entero por la forma rusa de estar triste. Más, ¿cómo es que las clases dominantes de Rusia no están representadas en su música? ¿Basta con decir ‘Los hombres malvados no tienen canciones’?”[14]

Conocida es la pasión del filósofo por la música: por el poder de captación de ésta, por la demasía de fuerza que transmite, por la posibilidad que ofrece de condensar expresiones humanas inatrapables en el lenguaje escrito… en fin, como lo confiesa a su amigo Peter Gast: ‘La vida sin música es sencillamente un error, un trabajo penoso, un exilio.’ Pero lo que llama la atención del anterior pasaje es, entre otras cosas, que sea la tristeza de la música rusa lo que conmueve a Nietzsche, por la cual cambiaría la felicidad de Occidente entero. Pero no sólo demuestra su fascinación ante estas melodías del mujik, también es declarado su gusto por lo que llama en La genealogía de la moral, ‘la fatalidad del pueblo ruso’ en su forma de asumir la pena. Y como si fuera poco, no puede ocultar la gran admiración y júbilo que le produce el descubrimiento (al parecer en 1886-7) de la obra de Fiodor Dostoievski, quien le causa tanto o más contento y expectación que Henri Beyle Stendhal con Rojo y negro. En sus cartas a F. Overbeck y a Peter Gast, en febrero y marzo de 1887, les dice acerca del escritor ruso: “un psicólogo con el que ‘yo me entiendo’.”

Un zarpazo casual en una tienda de libros me puso ante los ojos su obra L’esprit souterrain (Memorias del subsuelo, 1864) (…) El instinto de afinidad (¿o qué nombre le daré?) dejó oír su voz enseguida, mi alegría fue extraordinaria. (…) L’esprit souterrain, contiene dos relatos: el primero, una especie de música desconocida, muy extraña, muy poco alemana; el segundo, un verdadero alarde genial de psicología – un terrible y cruel escarnio del Gnothi sauton [conócete a ti mismo], pero trazado con una audacia tan ligera y con tanto deleite de fuerza superior, que yo quedé totalmente ebrio de contento. [15]

Dostoievski había prometido escribir estas memorias en tres partes, pero sólo publica dos: la primera, “Subsuelo”, es sólo palabrería, y en la segunda, “A propósito de aguanieve”, esa misma palabrería –inundada de ironía extrema y de extravagante contradicción- se desencadena en una auténtica catástrofe.

El filósofo encuentra al novelista por puro azar, por puro instinto, por puro olfato de psicólogo nato. Del escritor ruso sabe poco el pensador alemán: que a pesar de su origen aristócrata pasa una juventud en la pobreza y en la enfermedad y que a los veintisiete años fue condenado a muerte, pero lo indultaron en el cadalso, y le conmutaron la pena por cuatro años de exilio en Siberia, donde compartió destierro con criminales y delincuentes de todo tipo. Según Nietzsche, en las mismas cartas referidas, esta experiencia fue fundamental, gracias a ella Dostoievski ‘descubrió la fuerza de su intuición psicológica, es más, su corazón se endulzó y se profundizó con ello, su libro de recuerdos de ese tiempo, La maison des morts –La casa de los muertos-, es uno de los “libros más humanos” que hay.’

Dostoievski es pues el artista-psicólogo y viceversa, trágico como el que más, inmoralista, anticipación de Nietzsche y muchos otros escritores que del siglo XIX al XX representan la crisis, la condenación y el fracaso rotundo de todos los humanismos: del cristianismo al positivismo y al socialismo, pasando por el racionalismo, el idealismo, el romanticismo… Con Dostoievski y lo que algunos de sus críticos llaman su ‘realismo trágico’ se inaugura una visión otra del problema del hombre, más aún, se plantea la cuestión acerca de si el hombre es un problema y en qué sentidos lo es. Con su extraña música, este escritor arranca del alma –no solo de la de su pueblo, sino la de la humanidad en general- acordes inquietantes, ritmos y timbres diversos, disonancias, contrapuntos violentos, que aunque parezcan pasajeros revelan las afecciones, las mortificaciones, las contrariedades en las que se debate un hombre cualquiera en la modernidad, un ser anónimo, un antihéroe como ese hombre de la ratonera, del sótano, que se confiesa de forma ininterrumpida y anárquica a través de todo el relato. Cuando en 1863 se encuentra escribiendo las Memorias del subsuelo, Dostoievski le escribe a su amigo Turguenev: “En mi opinión... [la música] es el mismo lenguaje [que la literatura] pero expresa lo que la conciencia aún no ha captado (no el razonamiento, sino toda la gama de la conciencia; así, este lenguaje aporta un positivo beneficio, pero nuestros utilitaristas no lo comprenden); aquellos, entre nosotros, que aman la música, en cambio, no la abandonan y continúan tocándola.”[16] El novelista reconoce que la música –una de las expresiones artísticas más sutiles y elaboradas- aporta beneficios que no se captan fácilmente, menos aún en una sociedad dirigida por utilitaristas, como parece ser la Rusia del siglo XIX, donde el optimismo racionalista subvalora la música o la utiliza burdamente en desfiles militares y bailes nupciales, o con objetivos tan claros como ‘aumentar la producción, las ventas y el consumo en forma de sonsonete ambiental omnipresente.’

En las Memorias del subsuelo, Nietzsche escucha esa música extraña, poco alemana, rusa, triste, fatal, pero descubre también el más intrépido alarde de psicología, un ‘terrible y cruel escarnio del Gnothi sauton [conócete a ti mismo]’, acometido sin embargo de forma ligera, audaz, jovial, ante lo cual el filósofo no puede menos que sumirse en la embriaguez y el contento. Esta escritura enclaustrada le cautiva, y le hace reconocer que Dostoievski es el único psicólogo del que ha tenido algo que aprender.

En su sótano, en las afueras de Petersburgo, un hombre anónimo, escribe sus memorias y no hace nada más, pues hace poco que recibió una pequeña herencia que le dejó un pariente, por lo cual decidió abandonar su puesto de funcionario público, donde permanecía únicamente para tener qué comer, no por gusto alguno por el trabajo. Como ya no trabaja, entonces se ha instalado en su rincón, donde vivía desde antes, es sólo que instalarse es otra cosa, y allí lleva a cabo su confesión, su lucha frontal con las palabras finalmente. Tiene cuarenta y tantos años, y considera indecoroso, vulgar e inmoral vivir más de cuarenta, pero en lo que a él respecta piensa vivir ochenta. De tendencia atrabiliaria, melancólica, uraño y ratonil, este hombre puede sentir más rencor que el que puede sentir ‘l’homme de la nature et la verité’, para quien la venganza es cuestión de justicia, mientras que para el primero el rencor es siente con toda la violencia pero que pasa con solo tomarse un té azucarado, reconociendo luego que en realidad sólo eran ganas de matar gorriones para entretenerse un poco y salir de aburrimiento, porque lo suyo es real aburrimiento, nada de pereza, si fuera eso la cosa sería mucho más fácil para él. Es decir que tampoco le interesa la venganza, pues eso es asunto de hombres normales, sencillos, de acción, mientras que él es apenas el hombre del subsuelo, y el subsuelo es lo mejor, o quizá no lo sea, pero como no logra encontrar eso que busca y que no se sabe al fin al cabo qué es… Lo mejor sería si al menos creyera una ínfima parte de todo lo que lleva apuntado, pero ni eso, ‘no creo en una sola palabra de las que he escrito,’ a pesar de que es lo único que ha inventado, que se sabe de memoria y que ordena en forma literaria, aunque no tiene la mínima intención de publicar.

Lo suyo es un capricho que quiere llevar a cabo: en la vida de todo hombre hay cosas que apenas si se le revelan a los amigos, hay otras sólo para sí mismo, hay otras –comunes en cualquiera- que ni para sí mismo, pues infunden toda clase de temores. Ahora que decide poner estas últimas por escrito, reconoce: “quiero probar si puedo ser absolutamente franco conmigo y no tenerle miedo a la nuda verdad.”[17] Pero recuerda la advertencia de Heine: toda autobiografía miente, y que también Rousseau en sus Confesiones mintió por vanidad, ambas cosas las entiende, pero como al fin y al cabo si él parece dirigirse a un lector lo hace solo pro forma, de ninguna manera porque le interese ser leído por alguien, sino porque haciendo como sí es más fácil. Por eso, en sus apuntes no se piensa atar a ningún sistema, más bien va escribiendo como pueda, según de qué cosas se vaya acordando. Pero, ¿para qué escribir entonces? Porque así es ‘más impresionante’, además produce un verdadero alivio, porque quizá de ese modo consiga sacudirse de encima ciertos recuerdos que le atosigan y no logra distraerse de ellos, como si fueran un ‘fastidioso motivo musical.’ Por último, escribe porque “estoy aburrido y nunca tengo nada qué hacer. De hecho, escribir es una especie de trabajo. Dícese que el trabajo hace mejor al hombre y más honrado. En todo caso es una posibilidad.”[18]

La novela es un monólogo, una diatriba interminable e incansable dirigida a un sí mismo ausente, y ante cuya ausencia, el hombre que habla utiliza todo el tiempo la estrategia de presuponer preguntas que le haría ese otro, es decir, se adelanta sistemáticamente a toda posible objeción ante sus notorias y descaradas contradicciones, ante su ausencia de culpa y de remordimientos en último término. O sea que estamos ante un monólogo polifónico, y esto no es menos contradictorio, polifacético, como la vida misma de cualquier individuo. Este hombre quiere probar si es posible decir la verdad sobre sí mismo, pero para ello parece que no puede evitar mentirse un poco de tanto en tanto, casi siempre. Es demasiado el peso del tiempo ido, es extremado el tedio en su ratonera escuchando pasar gentes anónimas arriba en la calle, de las que capta palabras al vuelo, las mismas que luego viene a utilizar para sus memorias. Es demasiado el hastío del mundo, de sus instituciones, de sus valores, de sus deber ser. Ese mundo no le merece arrepentimientos ni culpas, en este sentido este hombre se anticipa al inmoralista Nietzsche, pues, entre otras cosas no cree para nada que ‘la civilización ablande al hombre y que lo haga menos sanguinario y belicoso’, por el contrario, los más sanguinarios son los más civilizados, frente a estos, los Atilas y los Stenka Razin[19] son ‘niños de pecho’

Es un hombre del aburrimiento profundo, del tedio, es decir, es un hombre sin dioses, porque quien tiene dioses no tiene tedio, lo dirá luego Pessoa; pero también es un ser activo e inteligente, pues, como dice Nietzsche, ”Sólo los animales más finos y activos son capaces de aburrimiento,” eso los diferencia de perezosos como los magiares. Sus Memorias tampoco constituyen un sistema pesimista, pues los pesimistas hacedores de sistemas en el fondo son felices de incluirse a sí mismos en el sufrimiento del mundo. Más bien, este hombre, a la manera de Nietzsche, también suscribiría este principio: “desconfío de todos los sistemáticos y me aparto de su camino. La voluntad de sistema es una falta de honestidad.”[20] Más aún, a propósito del utilitarismo científico que rige en su sociedad, este hombre no duda en ironizar del siguiente modo: los hombres aman sus fantasías y estupideces con el fin de demostrarse que son hombres todavía “y no teclados de piano en los que las leyes de la naturaleza tocan la tonadilla que les viene en gana, sin contar el riesgo de que sigan tocando hasta que llegue el momento en que nadie sea capaz de desear nada que no figure en una tabla matemática.”[21] Pero aunque se demostrara científica y matemáticamente que el hombre es una teclado de piano, ese hombre no dejaría de cometer barrabasadas con el fin de mostrar que todavía es hombre, cometería los más desaguisados actos de desagradecimiento e ingratitud, como corresponde a todo auténtico ‘bípedo desagradecido’. Con tal de salirse con la suya -y no ser presa fácil de la ciencia y del espíritu aplanador de la matemática cuando se lo utiliza arbitrariamente- ese bípedo no dudará en sembrar, si le toca, la destrucción y el caos y toda suerte de sufrimientos a su alrededor. Echará maldiciones incluso, pues al fin y al cabo ese es un privilegio suyo que le distingue bastante bien del resto de los animales… y todo, para convencerse a sí mismo de que no es un teclado de piano, se volvería loco o troglodita a fin de salirse con la suya y demostrar en cada momento que es un hombre y no un teclado de piano. ‘Y mientras tanto, sólo el demonio sabe de qué depende la voluntad.’ En últimas, hombre de la inacción reflexiva, de la inercia razonada, pues ‘Finalmente señores, lo mejor es no hacer nada, ¡lo mejor es la inercia conciente!’

El hombre de la ratonera, dionisiaco como el que más, que le dice sí a la avalancha de asuntos inconfesables que le atosigan, que afirma el aburrimiento, la rabia, la inercia y la nulidad a la que parece estar condenado el hombre moderno que se sitúa en la distancia frente a la moral de la acción por la acción, ese hombre, vuelve trizas el instinto causal, lo resquebraja a fuerza de hablar y escribir sin parar saltando de una contradicción a otra, tal como acontece en la vida de cualquiera. Este hombre confirma que en efecto es absurdo, como señala Nietzsche, ‘querer echar a rodar su ser hacia una finalidad cualquiera.’ La finalidad no existe, simplemente el ser humano es necesario, fatal, hace parte de un Todo, un Todo ajeno a los ideales de hombre, de felicidad y de moralidad. El Todo y los ideales son incompatibles.

Si el hombre de la ratonera intenta probar si puede ser franco consigo mismo y no tener miedo a la desnuda verdad, Nietzsche por su parte es claro, el que conoce no se conoce, y toda forma de interpretar supone siempre imaginar, falsea, omitir, rellenar. Pero en uno y otro caso, no es tanto una secreta terribilidad de las pasiones lo que impide la verdad y el conocerse, sino el lenguaje que se enfrenta consigo mismo en un juego interminable entre la voluntad de veracidad y la voluntad de engaño, el incansable rumiar las palabras que llegan a través de la rendija de su techo, en el caso del hombre ratonil. O, en el caso del genealogista,

(…) la naturaleza de la conciencia animal implica que el mundo, del cual podemos llegar a ser concientes, solo es un mundo de superficies y de signos, un mundo generalizado y hecho común: que todo lo que llega a ser conciente, precisamente por eso, llega a ser llano, delgado, relativamente tonto, general, signo, señal de rebaño; que con todo llegar a ser conciente está enlazada una gran y fundamental corrupción, falsificación, superficialización y generalización. Por último, la conciencia creciente es un peligro, una enfermedad.[22]
En los límites del lenguaje conceptual se ponen frenéticos los demon que ríen, el ruso y el alemán. En esos límites, la música se enrarece y los alardes de psicología se aquietan, en esos límites está la mayor crueldad del autoescarnio del conócete a ti mismo. En ese límite, el gesto melancólico se torna auténtica patología de la escritura, psicopatografía. Psicología para pasado mañana es lo que encontramos en escritores como Dostoievski y en pensadores como Nietzsche, vivisección del lenguaje, hombre sin culpa, sin castigo y sin los viejos soportes humanistas. Acaso una psicología del tedio, del aburrimiento profundo -el cual a su vez ya constituía para Montaigne un auténtico y quizá el único problema filosófico propiamente hablando- que es lo que en último término desde la modernidad viene inspirando a toda una comunidad de artistas, escritores y pensadores desheredados, marginales, refractarios a los géneros canónicos y a todos los sistemas oficiales de pensamiento. Antihéroes de la acción y verdaderos maestros del trabajo de la escritura son por ejemplo, en la estela de Dostoievski y Nietzsche, escritores como: Beckett, Kafka, Pessoa, Musil, con algunos de sus personajes consagrados al tedio: Godot y su espera inútil, El Señor K hundido en el absurdo de la ley y de la burocracia, Soares atrapado en la pura e inercial actividad de mirar, Ulrich y su ausencia de atributos o la caducidad de los que tiene.

Referencias bibliográficas

Deleuze, Gilles, Nietzsche, filósofo, Barcelona, Anagrama, 2002
Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo, Madrid, Alianza, 2005
Hopenhayn, Martin, Después del nihilismo, De Nietzsche a Foucault, Barcelona, Editorial Andrés Bello, 1997.
· Linares Chover, Joan B. “Una lectura antropológica de Memorias del Subsuelo de Dostoievski”, Joan B. Llinares Chover. Universidad de Valencia, Tematha, Revista de filosofía, Nº 39, 2007. http://www.institucional.us.es/revistas/revistas/themata/pdf/39/art58.pdf
Nietzsche, Friedrich, Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza editorial, 1998
____________________, La ciencia jovial, “La gaya ciencia”, Caracas, Monte Ávila, 1985
____________________. Humano demasiado humano, Madrid, Akal, 2000
____________________, Ecce homo, Madrid, Alianza Editorial, 2000
____________________, Estética y teoría de las artes, Madrid, Tecnos, Alianza, 2000.
Mejía, Jorge Mario, Nietzsche y Dostoievski, Filosofía y novela, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2000
Safranski, Rüdiger, Nietzsche, Biografía de su pensamiento, Barcelona. Tusquets, 2001.
[1] Psicóloga y Magíster en Ciencias Sociales de la Universidad de Antioquia. Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Docente del Programa de Psicología, Institución Universitaria de Envigado.
[2] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1998, p. 38-9. El subrayado es nuestro.
[3] Ibíd., p. 70. De hecho, el autor descubre que las religiones, la moral y la psicología moderna se sostienen y alimentan “Los cuatro grandes errores”: confundir la causa con la consecuencia, la causalidad falsa, las causas imaginarias, y la voluntad libre.
[4] Id.
[5] Ibíd, Introducción, p. 11.
[6] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Madrid, Alianza, 1998, p, 123.
[7] Friedrich Nietzsche, “Los cuatro grandes errores, Crepúsculo de los ídolos, p. 74
[8] El orden moral, la sociedad organizada de manera sacerdotal, se soporta en la existencia del pecado, esa deshonra del hombre inventada para garantizar el poder del sacerdote, y de todo aquel que pretenda mantener el mencionado orden moral. véase El anticristo, #s 26, 38 y 49
[9] Friedrich Nietzsche, “Los cuatro grandes errores, Crepúsculo de los ídolos, p. 76
[10] Ibíd., “Incursiones de un intempestivo”, pp. 95-6
[11] Ibíd., p. 97 Es claro para el autor que idealizar no es sustraer o restar lo accesorio, lo pequeño, sino ante todo, ‘extraer los rasgos capitales’.
[12] Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 31.
[13] Friedrich Nietzsche, “Lo que yo debo a los antiguos”, Crepúsculo de los ídolos, p, 144
[14] Crepúsculo de los ídolos, nota 25, p. 152. El subrayado es nuestro.
[15] Ibíd. Nota 179, pp. 173- 4. El subrayado es nuestro.
[16] Carta del 23 de diciembre de 1863. Citada en “Una lectura antropológica de Memorias del Subsuelo de Dostoievski”, Joan B. Llinares Chover. Universidad de Valencia, Tematha, Revista de filosofía, Nº 39, 2007. http://www.institucional.us.es/revistas/revistas/themata/pdf/39/art58.pdf
[17] Fiodor Dostoievski, Memorias del subsuelo, Madrid, Alianza, 2005, p. 54
[18] Ibíd., p. 55
[19] Jefe cosaco que encabezó una rebelión contra el zar Alejo I, el siglo XVII. Era el jefe de un grupo de bandoleros surgido de la miseria del campesinado cosaco que se establecía en las estepas huyendo del recrudecimiento de la servidumbre en Rusia. Con su banda se dedicó a asolar las costas del mar Caspio (1667-69). Pero cuando se adentró en territorio ruso a través del Volga conformó una verdadera horda que acogía marginados y descontentos contra el poder del zar, campesinos empobrecidos, disidentes religiosos, viejos creyentes, pueblos sometidos a la dominación rusa. Su ira y su poder destructivo pone en vilo las jerarquías políticas y sociales (1670), ante lo cual, el zar derrota los cosacos en Simbirsk (1671) y provoca una revuelta contra Stenka Razin, a quien descuartizan ese mismo año en la Plaza Roja de Moscú.

[20] Friedrich Nietzsche, “Sentencias y flechas”, Crepúsculo de los ídolos, p. 38
[21] Fiodor Dostoievski, Memorias del subsuelo, Madrid, Alianza, 2005, p. 44
[22] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Caracas, Monte Ávila, 1992, p. 219. El subrayado es nuestro.

2 comentarios:

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