miércoles, 26 de noviembre de 2008

QUIÉN ES USTED Y QUIÉNES SON SUS CÓMPLICES”

“Diga qué ha hecho, quién es usted y quiénes son sus cómplices” (genealogía de un procedimiento)

Para tratar de lograr un efecto a partir de lo planteado en este seminario, voy a alternar entre un cuestionamiento de la genealogía misma (en tanto herramienta y/o práctica) y lo que ha podido ser una elaboración genealógica desde Foucault específicamente.


La genealogía: Foucault - Nietzsche

En los diferentes estudios que Foucault desarrolló a lo largo de su trayectoria intelectual, siempre se planteó la cuestión de la historicidad de sus objetos de investigación; pero, si bien inicialmente éstos se problematizaban desde su pertenencia a un régimen de discursividad determinado (aquello que en su pensamiento corresponde a su periodo arqueológico), después pasó al análisis de las distintas configuraciones del poder en que entran a enfrentarse determinados saberes y estrategias. Esta última operación es la que da pie a la genealogía. Foucault reorganiza sus investigaciones asumiendo la crítica de Nietzsche a la concepción tradicional de la historia
[1], oponiéndose al despliegue meta-histórico de significaciones ideales y a la unicidad del relato histórico, y buscando, al contrario, la singularidad de los acontecimientos por fuera de toda finalidad monótona.

Es en la necesidad que lleva progresivamente a Foucault hacia la elaboración de un nuevo modelo que pueda prolongar sus investigaciones arqueológicas en dirección de un presente que él va a desplegar un método genealógico. Esto con la ventaja de salirse del obstáculo de una periodización y de concentrarse no ya en el nacimiento de una episteme (presente en Las palabras y las cosas), sino en la eventualidad de una crítica que se incline más hacia la actualidad: “de saber lo que somos hoy”. Plantear la historicidad de los objetos del saber, es, de hecho, problematizar nuestra pertenencia a un régimen discursivo dado y al mismo tiempo a una configuración del poder.

Foucault acude a Nietzsche para tratar de desplegar la construcción de otra historia, una historia de las discontinuidades. Pero, más que una referencia constante a Nietzsche, de lo que se trata es de una utilización que pretende afirmar al mismo tiempo una semejanza en ciertos problemas abordados y una práctica común del pensamiento. En ello existe el interés de una interrupción o discontinuidad que actúe ante todo frente al discurso filosófico mismo. Es quizás desde aquí donde empieza a operar en Foucault la búsqueda de otra vertiente crítica, una que cuestione y ponga a tambalear el estatus transhistórico o metahistórico del sujeto de la modernidad. Esta crítica buscaría un doble objetivo: distanciarse de las “filosofías del sujeto” y distanciarse de la filosofía de la historia. En el primer caso se trata de rechazar la constitución de una teoría previa al sujeto y de su planteamiento a cerca de la manera de conocer del sujeto. En Foucault, el sujeto es pensado no como una entidad independiente, aislada, preconstituida y que sólo entraría en relación con el mundo exterior a partir del solipsismo que lo auto-construye – mito de la interioridad o de la profundidad de la conciencia del cual Nietzsche decía que era invención de los filósofos-, sino como un sujeto decompuesto, irregular y diverso. En el segundo caso, contra la “filosofía de la historia”, se abogará por una “historia de las discontinuidades”, algo ya planteado por Nietzsche, y que en Foucault se convertirá en el registro donde se afirma la singularidad de los acontecimientos contra la monumentalidad de la Historia. Es el relato de los accidentes, de las desviaciones y bifurcaciones, de los retrocesos, de los azares y de los errores, lo que deja el acontecimiento “en la dispersión que le es propia”. El Nietzsche que le interesa a Foucault, es de entrada aquel que critica el proyecto de una historia que tiene como función “recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diversidad reducida del tiempo”. Contra la mitificación de la unidad y linealidad del tiempo y de la historia, aparece “el cuerno del azar” nietzscheano donde entran a jugar el disparate, el salto, el cambio, la ruptura, la discontinuidad.

Es importante destacar que en las indagaciones históricas de Foucault -como en las reflexiones de Nietzsche-, los análisis diagraman campos de fuerzas estratégicos que interactúan produciendo efectos de verdad. La genealogía se encarga de estudiar el dominio de la historia al analizar los documentos y los discursos que legitiman los valores de una época. Aquí radica la relación entre la producción de un saber que define y delimita el sentido de las cosas en una época determinada­ y los dispositivos de poder –sus estrategias y sus prácticas- que posibilitan diferentes formas de gobernar o conducir a los hombres. Pero la genealogía no se limita a lo que burdamente podríamos nombrar como el “determinismo de los mecanismos de control”; lo que ella busca es la posibilidad de hacer entrar en el juego de la verdad los saberes discontinuos, descalificados que actúan contra la instancia teórica unitaria que pretende filtrarlos, jerarquizarlos y ordenarlos. El método genealógico es en realidad una tentativa de liberar los saberes históricos, es decir, de convertirlos en elementos de resistencia contra un orden del saber. La genealogía no busca simplemente en el pasado los trazos de acontecimientos singulares, sino que ella se plantea además como la posibilidad de transformar lo que pasa en la actualidad: mostrando la contingencia de lo que nos hace ser lo que somos y buscando la posibilidad de no serlo más.


Genealogía de un procedimiento

1. Del hecho a la psiquis

Podrá recordarse esa crónica minuciosa que abre Vigilar y castigar, crónica de un suplicio espantoso, pero donde lo que importa en realidad para Foucault es el mostrar cuándo y de qué manera cambia la naturaleza de las relaciones de poder, su aplicación, el estatus de los cuerpos concernidos. Aparición de un paradigma disciplinario que vigila en lugar de castigar, corrige en lugar de dar ejemplo o de marcar, y en el seno del cual el papel y el funcionamiento de la prisión serán completamente redefinidos: cómo todo esto se aleja entonces del funcionamiento de la justicia tal y como había sido definida antes de que adquiriera una dimensión penal (hacia finales del siglo XVIII). En el suplicio se encontraba la idea de publicidad y ejemplarización de la pena: espectáculo público del sufrimiento; aún se encontraba allí la noción de resarcimiento de una soberanía lesionada. Es el rey mismo el que había sido ofendido, y de esta ofensa, él se vengaba mediante la manifestación explosiva de su fuerza. El cuerpo supliciado y sufriente manifestaba la verdad del crimen cometido y la superioridad atroz de la fuerza del rey que había sido lesionado por la infracción. Para Foucault, esta ceremonia punitiva escenificaba la venganza simbólica y física del príncipe herido contra el criminal infame.

El desarrollo de las teorías del contrato y la noción de una soberanía popular condujeron a pensar el crimen no ya como una afrenta al rey, sino como ruptura del pacto social. Desde entonces el castigo será pensado bajo la forma de un restablecimiento público y edificante de la sociedad que ha sido contrariada. En el transcurso del siglo XIX, es el encarcelamiento el que se convertirá en el mecanismo punitivo mayor, y de todos los proyectos de reforma penal, de todo ese arte de castigar edificado durante tantos años, sólo quedará entonces la exclusividad y la monotonía gris de la prisión. El encarcelamiento se ordenará dentro de una utilidad social, pero también como mecanismo de control y de corrección de comportamientos individuales.

Si la prisión ha podido manifestarse como la evidencia de una nueva forma de castigo, es porque ella se cimienta en la lógica de una tecnología de poder. Para el estudio de la prisión, Foucault efectúa un análisis que nos llevará a la formación de las sociedades disciplinarias durante la época clásica. El sometimiento de los cuerpos y el control de los gestos, el principio de vigilancia exhaustiva, la corrección de comportamientos, la normalización de las existencias, la constitución de un cuerpo útil que encaje en las herramientas de la producción, la formación de unos saberes (ciencias humanas) a cerca de esas individualidades adiestradas, todo esto participa de una basta táctica de poder que progresivamente se extiende y se intensifica en nuestras sociedades occidentales.

Para Foucault, la disciplina ha sido ante todo una técnica política de los cuerpos, una anatomopolítica u “ortopedia social”: un estudio de las estrategias y de las prácticas mediante las cuales el poder modela cada individuo desde la escuela hasta la fábrica. Ya sea en una fábrica, en una escuela o en un regimiento militar, Foucault remarca allí un esfuerzo para repartir los cuerpos y encuadrarlos. La disciplina se comprende en primer lugar como una nueva anatomía política: arte de repartir los individuos en el espacio (cada uno debe estar en su sitio, según su rango, sus fuerzas, su función, etc.), control de la actividad (la dominación debe alcanzar el interior mismo del comportamiento, ella deberá actuar a nivel del gesto en su materialidad más íntima). Todas estas técnicas fabrican cuerpos dóciles, cuerpos útiles. Ellas fabrican pequeñas individualidades funcionales y adaptadas. Aquí se comprende por qué el nivel de análisis al que recurre Foucault es aquel de una microfísica del poder: se estudia el poder a nivel de los procedimientos menores que ciernen y cercan al cuerpo. Desde la microfísica del poder, el poder es la aplicación de una fuerza determinada sobre un cuerpo, una vida, un tiempo, para restringir y regular ciertos comportamientos. Es a partir de esta reorganización de las tecnologías de poder que la prisión es analizada y comprendida por Foucault.

Puede comprenderse entonces que las técnicas de castigo son inmanentes a determinadas tecnologías de poder, y esas técnicas –al igual que las tecnologías de poder- pueden cambiar, pero también su punto de aplicación se transforma. Para dar cuenta de esas transformaciones no sólo habría que preguntarse “¿cómo se castiga?”, sino además “¿cómo se llega a la culpabilidad o a la inocencia del castigado?”. Esto último es lo que Foucault denomina en el Nacimiento de la biopolítica como la “genealogía de los regímenes de veridicción” –contrapuesta a una historia de la verdad, o del error, o de las ideologías-; los regímenes de veridicción son entendidos por él como “el conjunto de las reglas que permiten con respecto a un discurso dado, establecer cuáles son los enunciados que podrán caracterizarse en él como verdaderos o falsos”
[2]. Y, en cuanto a las instituciones penales, dirá específicamente que lo que ha buscado estudiar es cómo en esas instituciones “fundamentalmente ligadas a una práctica jurisdiccional, se formó y se desarrolló cierta práctica veridiccional […] A partir del momento en que la práctica penal sustituye la pregunta “¿qué has hecho?” por la pregunta “¿quién eres?”, podrán ver que la función jurisdiccional de lo penal comienza a transformarse o es duplicada o eventualmente socavada por la cuestión de la veridicción”[3]. Desde aquí, lo que se constata es que se ha pasado de una economía del castigo que funcionaba más según el acto o la infracción cometida, a otra en que lo preponderante será el individuo mismo –sin que por ello se deba comprender que el asunto del acto haya desaparecido, se trata de otra economía del castigo donde lo que importa más ya es la naturaleza o la psiquis del sindicado-. Para el sistema jurídico clásico, la pregunta determinante era “¿cuál es el acto que ha cometido el sindicado, quién lo ha visto?”, y a partir de ahí, se aplicaba una sanción correspondiente al crimen cometido. Ahora bien, según Foucault, el ejercicio moderno de la justicia no se reduce ya sólo a establecer responsabilidades de autor. La justicia ya no pregunta solamente al acusado “¿es usted el que ha cometido aquello de lo que ha sido acusado?”, sino además “¿quién es usted?”. La justicia se ha vuelto una especie de “armada de las verdades psicológicas”.

Desde esta perspectiva, la historia de la psiquiatría, por ejemplo, se inscribe como un saber-poder de la disciplina y de la seguridad en la historia del control social. La psiquiatría es ese saber-disciplina de los individuos peligrosos. Ya a finales del siglo XIX, ella se convierte en un medio que tiene la sociedad para defenderse. La defensa social que suministra la psiquiatría permite saber cuáles son los enemigos internos que podrían actuar contra el orden social y representar una amenaza, no sólo respecto a determinadas características psicológicas, sino además en cuanto a su existencia misma. A partir del momento en que la psiquiatría opera en la prescripción de un castigo (1838, en el caso de Francia), la cuestión que se plantea es la siguiente: “este es un individuo capaz de perturbar el orden o de amenazar la seguridad pública, ¿qué tiene qué decir la psiquiatría en lo que concierne a este caso de perturbación o peligro social?”. Aquí la enfermedad mental deja de ser solamente ese elemento negativo que hay que expulsar de la conciencia de un individuo y pasa a ser el elemento negativo subsistente en ciertos comportamientos que amenazan el orden social.

Pero para que la psiquiatría funcionara en el engranaje del poder disciplinario ha debido reformarse como saber. En tanto ella se hubiese quedado en el saber de la conciencia y sus perturbaciones
[4], ella permanecería como un saber inútil o poco explotable en la defensa social. Ha sido necesario que ella descienda hasta la variedad de los comportamientos cotidianos para poder fijar el valor del comportamiento normal –diferenciado de aquel patológico- y proceder así a ocuparse, gracias a un saber médico, de los comportamientos diagnosticados como patológicos o anormales. Sin embargo, tampoco es esta transformación la que determina su introducción dentro del control social, sino su confluencia con aquella nueva solicitud de la sociedad planteada como un cuerpo, un “cuerpo social” que necesita entonces una nueva medicina para ese cuerpo. La psiquiatría deviene entonces un elemento primordial para la “higiene social”; ella hace parte de uno de los instrumentos requeridos por el orden social que se esfuerza en neutralizar, de la manera más eficaz posible, los peligros que le pueden resultar nocivos al cuerpo social.

2. De la psiquis individual al miedo y a la sospecha generalizada

Hasta aquí se ha revisado la ruptura que plantea Foucault entre la tecnología soberana o jurídica del poder y la tecnología de la disciplina. Podríamos resumir diciendo que la primera funciona desde el sistema de la ley, con unas técnicas de exclusión o supresión (que en alguna época iban hasta la espantosa ceremonia del suplicio), logrando un efecto binario de lo que es o está permitido o prohibido, y arrojando un tipo de sujeto que es castigado de acuerdo a lo que ha hecho; la segunda funciona desde un sistema de vigilancia mediante una técnica de encierro o aislamiento, buscando corregir a un culpable que posee una naturaleza o una psiquis desviada. Ahora bien, en contraste con ese poder disciplinario, cuya técnica es el encierro o el aislamiento, surgirá, a finales del siglo XVIII, otra tecnología de poder: la biopolítica; tecnología que se basará ya en una técnica de control desde lo abierto, en un control de la vida misma, buscando optimizar el “estado de vida”, el medio de existencia que constituye una población. Esa nueva tecnología no se ocupará ya tanto del individuo mismo y su psiquis, gestionando un proceso de normalización mediante el adiestramiento, la corrección, la disciplinarización, sino que se ocupará de los “acontecimientos aleatorios que se producen en una población tomada en su duración”
[5], produciendo también una forma de normalización mediante la regulación de los fenómenos colectivos.

Desde este doble aspecto de la normalización, habría que decir que la sociedad moderna no sería solamente una sociedad disciplinaria, sino además una sociedad de control donde se tiende a gestionar y a regularizar el juego entre la libertad y la seguridad en torno a la noción de peligro
[6]. La biopolítica pone en funcionamiento un complejo dispositivo de seguridad, un sistema amplio y generalizado de control mediante técnicas de cálculo, promedio –gracias a los datos de las estadísticas-, buscando regular, por ejemplo, la tasa de criminalidad, de robo -pero también de natalidad, morbilidad, mortalidad, etc-; no se trata ya de un individuo, ni de una psiquis, sino de un conglomerado de individuos (en el caso de la criminalidad se habla de compinches o cómplices) que conforman un fenómeno que posee su naturalidad propia. Pero es necesario especificar que, en el fondo, con el dispositivo de seguridad no se propende por abolir completamente un problema como la criminalidad; empero, se trata de gestionar o mantener un promedio que sea lo menos desfavorable para la población. Se busca una “tasa normal de criminalidad”, no porque ella sea imposible de erradicar, sino porque ella trae consigo un gran provecho político: a través de ella se logra la gestión del miedo, la seguridad y la guerra. La búsqueda de una “tasa normal de criminalidad” termina por naturalizar la criminalidad misma, y es así que con urgencia y beneplácito una población podrá aceptar ser gobernada desde y con la seguridad.

Pero el dispositivo de seguridad no puede ser comprendido solamente desde la supuesta protección que presta un gobierno a la población, él tiene además como elemento primordial la “participación activa”, la “cooperación solidaria” y el compromiso de toda la población. El eslogan que brota aquí es: “todos podemos contribuir a la seguridad de todos”. Toda una red de colaboradores múltiple, difusa –pero continua y compacta-, con una forma de poder institucionalizado, conforma poco a poco una sociedad, en la cual la seguridad se convierte en su paroxismo: ella lo permea todo, se acepta por todos lados, se convive con ella, se colabora con ella. En una sociedad de la seguridad los límites se van confundiendo y borrando poco a poco.

“La paranoia social o individual, por las reacciones irregulares del sujeto afectado, circunscribe un espacio donde todo toma un aire de irregularidad, donde todo gesto, toda palabra, toda manera de ser atraen la sospecha… Todo se convierte en signo, en prueba… Cualquiera sospecha de cualquiera. La paranoia del poder, la de la policía y la justicia, desata los innumerables pequeños delirios privados que los grandes acontecimientos han reprimido en principio, luego sacado a la luz. En lo sucesivo la vida cotidiana cambia. La policía está en la calle, sin nada que la distinga; eso quiere decir: está por todas partes, tanto más visible en cuanto que se quiere invisible; miren bien, la descubrirán en las entradas de los cines, en frente de las droguerías, a lo mejor en los cafés de tal o cual barrio, a veces inclusive en los museos (porque los clandestinos tienen la reputación de reunirse allí), y, finalmente, la policía es usted. Pues lo que falta por ocurrir es que cuando la policía se viste de civil, los civiles –aquellos que tienen que ver con el poder y son oficialmente reconocidos, constituidos por él- se convierten en policías.”
[7]


Apéndice

La genealogía y el sujeto dentro de la política de la verdad

Han notado cómo a través de Foucault se pueden señalar ciertas discontinuidades históricas de las tecnologías y técnicas de poder. A comienzos de los 80’s, se evidencia un giro en su pensamiento y sus análisis; él redefinirá su proyecto, y advierte que su interés no había sido el poder, sino el sujeto, o más bien, el estudio de los modos en que el hombre se convierte en sujeto: sujeto de un saber (objetivación), sujeto de un poder (sujeción), sujeto de sí mismo (producción de sí o subjetivación). Entre estas dos perspectivas de su pensamiento (poder – sujeto) lo que le interesará no son las ideologías, sino las prácticas constitutivas en las que el objeto y el sujeto se forman y se transforman. Pero si Foucault le da una primacía a las prácticas no es para dejar un sujeto reducido a la gregariedad o a la alienación del poder, sino para señalar que en ellas también hay un hacer del sujeto, una ética que le permite cierto ejercicio de la libertad. La problematización latente en este planteamiento es la de pensar a partir de qué técnicas se ha formado el sujeto: técnicas de objetivación, técnicas de sujeción, técnicas de subjetivación. Técnicas que objetivan al sujeto para hacerlo un objeto de un conocimiento y/o de un poder, técnicas que buscan en el sujeto cierto margen del ejercicio de una libertad.

Aquí es necesario anotar que pese a que Foucault advierta que su problema fundamental no es el poder, sino el sujeto, en ello no radica ni queda como remanente una comprensión negativa del poder, es decir, como el “mal”, como la simple opresión, la dominación, etc. Él no reduce el poder a la prohibición o a la ley; para él, el poder es ante todo productivo, incitador, su fuerza de despliegue se dirige a una libertad, a una resistencia. No hay relaciones de poder sin resistencia, y no hay poder sin libertad. El poder es una estrategia, una acción sobre otra acción, una conducción –reconducción- de las conductas, antes que una simple reducción al sometimiento. Se trata de relaciones de poder que despliegan una producción y una circulación.

Al situar al sujeto entre sujeción y subjetivación, lo que ello implica es una participación activa del sujeto en las relaciones de poder. En esta perspectiva el problema de la verdad es clave, pues la producción que puede hacer el sujeto de ella ha resultado ser una de las mayores formas de obediencia, como en el caso de la confesión en el cristianismo o en los sistemas jurídicos. Pero si la necesidad de obediencia invoca a producir una verdad del sujeto, éste en tanto se compromete con unas prácticas o ejercicios de sí mismo en aras de su transformación propia, puede ser el laboratorio de una resistencia relativa en la que la verdad puede servir también a la deslegitimación del poder. No se trata de una auto-fundación, sino de la evidencia de algo que limita y que puede ser transformado.

La división entre el saber crítico y el saber político no pasa por una división entre verdad y poder. Lo verdadero juega un papel político, retiene enunciados, descarta otros, se inscribe en instituciones (Universidad, medios de comunicación, etc.) que lo controlan y orientan sus diferentes formas. Lo verdadero se disemina en un cuerpo social que valoriza ciertos mecanismos en unos aparatos específicos de educación e información, él es la ocasión de enfrentamientos políticos e ideológicos. Es por esto que Foucault sitúa la producción de la verdad dentro de cierta dinámica política o, aun más, reconoce que cada sociedad tiene un régimen de verdad, una “política general de la verdad”. Al interior de esta política de la verdad, el pensamiento puede servir como saber que legitima las instancias de poder o como saber crítico que hace evidente los juegos de poder en los juegos de verdad. La verdad no está necesariamente del lado de la crítica, ella funciona con mayor frecuencia como empresa de legitimación de los diferentes poderes.

La genealogía se define con respecto a la política general de la verdad, concibe la verdad como un campo de batalla, y no es porque ella esté única y necesariamente del lado de la crítica, sino porque ella está involucrada en un juego que concierne las relaciones del poder con el saber. Sostener que la política de la verdad es un juego, es sugerir que existen diferentes maneras de participar en este juego. Una manera de entrar en este juego consiste en adoptar una actitud crítica cuya función es la de romper con cierto determinismo de las tecnologías de poder, no para acabar con toda política de la verdad, sino para afirmar un “arte de no ser tan gobernado” (he aquí, la ética actual del cuidado de sí).


Luis Antonio Ramírez ZuluagaInstituto de Filosofía, U de A.
[1] Ver: “Nietzsche, la genealogía, la historia”; texto que Foucault presentó en 1971 en homenaje a Jean Hyppolite.
[2] Foucault, M. Nacimiento de la biopolítica, Argentina: Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 53.
[3] Ibid, p. 52-53.
[4] Es el caso de la “monomanía” que presenta Foucault al comienzo de “La evolución del concepto de ‘individuo peligroso’ en la psiquiatría del siglo XIX”; en Estética, ética y hermenéutica, Barcelona: Paidós, 1999.
[5] Ver Defender la sociedad, “clase del 17 de marzo de 1976”, Argentina: Fondo de Cultura Económica, 2000.
[6] Ver el Nacimiento de la biopolítica, “clase del 24 de enero de 1979”, Ob. cit., p. 85-87. Según Foucault, esta preocupación por gestionar el peligro constituye la racionalidad gubernamental del liberalismo: “El liberalismo participa de un mecanismo en el que tendrá que arbitrar a cada instante la libertad y la seguridad de los individuos alrededor de la noción de peligro […] No hay liberalismo sin cultura del peligro” (p. 86-87).
[7] Traducción de un texto anónimo aparecido en la revista francesa Lignes, Nº 33, marzo de 1998, p. 182-183.

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