miércoles, 26 de noviembre de 2008

PRESENTACIÓN DEL SEMINARIO

INSTITUCIÓN UNIVERSITARIA DE ENVIGADO
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
PROGRAMA DE PSICOLGÍA

Seminario: Genealogía y epistemología de los saberes psicológicos



PRESENTACIÓN

Sobre el aprender a ver, a pensar, y a escribir

María Cecilia Salas Guerra
Docente Horizontes de Pensamiento II



En el pasaje ‘Lo que los alemanes están perdiendo’, del Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche dice que es el espíritu que palidece y se diluye lo que debilita a sus coetáneos, quienes viven a la sombra de un ideal que se condensa en la expresión: ‘Alemania, pueblo de pensadores’; viven de prestado, espiritualmente gastan más de lo que tienen. Se apropian de lo que no es suyo: el espíritu (Geist) en el amplio sentido de ingenio, cultura e inteligencia. Y como no les pertenece se aburren con él.

Llama la atención la distancia crítica, irónica, con la que habla de su propio pueblo, pero no es para menos, pues descubre en primer lugar, que el militarismo y el hambre de “poder vuelve estúpidos a los hombres” y que, sobre todo cuando se degrada, la política “devora toda la seriedad para las cosas verdaderamente espirituales”. Y en segundo lugar, descubre la extraña dependencia que produce el cultivo irreflexivo de la ciencia: “no me he cansado de poner de relieve el influjo desespiritualizador de nuestro cultivo actual de la ciencia. El duro hilotismo a que la extensión enorme de las ciencias condena hoy a todo individuo es una razón capital de que naturalezas con unos intereses más completos, más ricos, más profundos, no encuentren ya ni una educación ni unos educadores adecuados a ellas.”
[1]

Así, el que otrora fuera pueblo de pensadores, ha devenido el más plano de los paisajes de todo Europa; en Alemania, a finales del siglo XIX, se abusa de dos narcóticos: la religión y la cerveza, se han convertido a una fe nueva, la misma que predica un “evangelio de cervecería”. Nietzsche denuncia la decadencia de la seriedad, de la profundidad y de la pasión; de allí que ante la espiritualidad yerma, contentadiza y entibiada de sus contemporános, el filósofo reivindique la jovialidad, la mirada en perspectiva y la fatalidad.

Pero lo que más parece interesar a Nietzsche es el escenario por excelencia donde se incuba lo que en la modernidad se define como cultura y ese espacio es la Universidad. Se trata de la más implacable y profética crítica frente a la moderna relación Estado-de-cultura, política-cultural, cultura-política, de hecho –a su juicio- “la cultura y el estado son antagonistas”. Pero, sobre todo, mira con sospecha a las llamadas instituciones de educación superior, en las cuales devela que superior no se toma en sentido de aristocracia del espíritu, sino que es un modo de designar un peldaño de la escolaridad donde se define una profesión y se certifica la cualificación que garantiza que un individuo es apto para un hacer. En tal sentido, las universidades parecen dedicarse afanosamente a la ciencia pero no al pensar, al conocimiento práctico pero no a la crítica, a las causas pero no a las razones, a la profesionalización y la capacitación pero no a la vocación, y garantiza sus puertas abiertas valiéndose del democratismo y desestimando definitivamente la aristocracia de espíritu. Al ritmo del capitalismo y de la modernización del estado, las universidades se convirtieron rápidamente en centros tecnócratas agenciados por profesores y no por maestros, y sobre todo en empresas de la investigación, en centros de capacitación donde se garantiza mano de obra cualificada.

"Lo que las "escuelas superiores" de Alemania logran de hecho es un adiestramiento brutal para hacer utilizable, aprovechable para el servicio del estado, con la menor pérdida posible de tiempo, un gran número de jóvenes. "Educación superior y gran número” son dos cosas que de antemano se contradicen. Toda educación superior pertenece solo a la excepción: hay que ser privilegiado para tener derecho a un privilegio tan alto. Ninguna de las cosas grandes, ninguna de las cosas bellas, puede ser jamás bien común: pulchrum est paucorum hominum [lo bello es cosa de pocos hombres]
[2]

Pero Nietzsche no cierra este capítulo de su libro sin decir sí, reconociendo hasta lo más patético de nuestra condición moderna. Dice sí, y señala al menos tres tareas “en razón de las cuales se tiene necesidad de educadores”: se ha de aprender a ver, a pensar, y a hablar y escribir.

Aprender a ver es habituar el ojo a la calma y la paciencia necesarias para que las cosas se nos acerquen. Aplazar el juicio moral y mirar una misma cosa desde varios ángulos. No reaccionar automática y prejuiciadamente. Es decir, diferir la acción, resistir al estímulo, hacerse lento, reacio y desconfiado ante lo nuevo, verlo llegar con “calma hostil”, retrayendo de ello la mano. El que aprende a ver no se tiende “boca abajo” ante cualquier pequeño hecho, ni se entromete abruptamente en otros hombres y otras cosas, supuestamente a nombre de la celebrada “objetividad moderna”, pues incurrir en ello es para el filósofo, síntoma de “mal gusto, es algo no aristocrático par excellence.”

Aprender a pensar… en nuestras universidades y escuelas “no se tiene ya la menor noción de esto”. O, según la severa sentencia de Martin Heidegger: “lo más grave de nuestra época grave es que todavía no pensamos.” Se olvidó que para pensar se requiere también una técnica, un plan, una “voluntad de maestría, que el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile.”
[3] Y bailar requiere gracia, oído musical, ritmo, delicadeza para captar los matices. La educación aristocrática debe enseñar a bailar con los conceptos, con las palabras, con la pluma –con el teclado diremos hoy-. De ello depende el aprender a pensar y a escribir.

Ya en 1872, Nietzsche había dedicado uno de sus Cinco prólogos para cinco libros no escritos (1872), a la cuestión del porvenir de nuestros establecimientos de enseñanza. Mismo año en el que escribiera cinco conferencias sobre el Porvenir de nuestras instituciones educativas. En el mencionado prólogo, el autor reclama para su futuro libro lectores tranquilos, “que no se vean todavía arrastrados por la prisa vertiginosa de nuestra atropellada época y que no sienten todavía el servil placer idólatra del tirarse bajo sus ruedas.”
[4] Hombres en todo caso que no han cedido a la tentación moderna de no hacer nada que no se pueda abreviar, hombres que por el contrario aún tienen en alta estima: “meditar sobre el porvenir de nuestra enseñanza”, “pensar cuando leen”, cultivar el “secreto de leer entre líneas”, reflexionar sobre lo leído por el simple placer de hacerlo, en suma, Nietzsche quiere entregar su libro a un “alegre derrochador.” Pero un lector así no anda por ahí anteponiendo las grandezas de su cultura, más bien la desdeña y la tiene por poca cosa, pues lo realmente importante es el “no saber y el saber del no saber”. Un lector que aún se permite el ocio y que puede ser contemplativo, desprendido, de altas miras, como aquellos que ya elogiaba Aristóteles: los que “van por la vida vacilantes y sin actuar, salvo cuando un grande honor y una grande obra los reclama.”

Nietzsche prefiere al hombre intuitivo y contemplativo, más que al hombre racional y de acción, pues el primero ve y escucha pensando; o, como dice en La gaya ciencia, el contemplativo “piensa que está situado como espectador y oyente ante el gran espectáculo y juego de sonidos que es la vida”. Pero esta preferencia es también la opción por la imagen más que por el concepto, por el fragmento en vez del sistema, por la incertidumbre en vez de la certeza, por la errancia en vez del camino, por el pensamiento viajero en vez del método. En síntesis, Nietzsche sospecha de los beneficios del concepto, el más destacado de los cuales parece ser el consuelo que aportan los conceptos, en cuanto sirven para ‘tranquilizar’ al hombre, para colmar la corriente necesidad de la presencia y de la evidencia, para proteger de la inquietud que producen las contradicciones y las tensiones de la vida. El concepto pretende fijar una realidad mudable, por eso cuando se define algo, cuando se lo encierra en un concepto, casi siempre ese algo ya nos ha dejado de inquietar o sorprender: conceptualizar es de algún modo domesticar, dar por sentado, contar con algo o como ya disponible. En su implacable crítica a los metafísicos –desde Platón hasta Kant-, auténticos ‘idólatras de los conceptos’
[5], Nietzsche muestra que éstos son ‘necrópolis’, momias ‘rellenas de paja’, cuyo efecto es nivelar la grandeza, arruinar y asfixiar la vida finalmente. Por tanto, conceptos y prejuicios –casi siempre bastante cercanos o fusionados incluso configurando una misma cosa- suelen distorsionar el ver, entorpecer el pensar e hipotecar el escribir.

Sea pues este espacio abierto bajo la ambiciosa égida de Genealogía y epistemología de los saberes psicológicos, una ocasión para renovar el ver, el pensar y el escribir en torno al porvenir de la enseñanza y de la razón de ser de dichos saberes en nuestra época. Porvenir que no se entiende aquí como tiempo futuro sino como, en palabras de Isidro Herrera, “la locura visionaria del presente: un presente inactual para un porvenir intemporal.”

[1] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1998, p. 85
[2] Ibíd., p, 88
[3] Ibíd., p. 90
[4] Friedrich Nietzsche, Cinco prólogos para cinco libros no escritos, Madrid, Arena libros, 2000, p, 24. Traducción y Ensayo de Isidro Herrera.
[5] Friedrich Nietzsche, ‘La “razón” en filosofía’, Crepúsculo de los ídolos, p. 51E

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