miércoles, 26 de noviembre de 2008

LAS ARTIMAÑAS DE ULISES





EL DETALLE Y LO SINGULAR
Las artimañas de Ulises

Manuel Bernardo Rojas López
[1]
Agradecimientos
Quiero agradecer esta invitación. Me siento envigadeño, pero no de los raízales –y no por el hecho de no haber nacido acá, si bien sí he pasado casi toda mi vida en el municipio-, sino porque pienso que hay una forma, variedad o prototipo del habitante de Envigado que resulta completamente cuestionable. Es quien cree que este es el centro del mundo, lo mejor y lo único. Digo que es cuestionable, porque quienes miramos la vida de otro modo –bien porque los libros, el arte y los viajes nos han enseñado otra cosa- sabemos mucho de las falencias de este municipio; los que valoramos el pensar –virtud otrora tan importante y, hoy por hoy, tan vilipendiada-, vemos con preocupación que nunca hemos tenido una biblioteca pública decente, que no ha habido jamás una librería –con excepción de una o dos librerías de viejo que más parecen depósito de alimañas que lugares para el encuentro con el saber- y que la historia se sigue contando con la falsa idea del origen y con el afán de mostrar como verdades de fondo lo que no son más que contingencias que produce el tiempo. Los que hemos padecido en Envigado, porque optamos por formas de vida para muchos inútiles, vemos con preocupación cuánto nos falta para construir una sociedad más justa y democrática. Y lo que falta es el reto del pensamiento y la rebeldía, eso que en su día hiciera Fernando González, que hoy desafortunadamente se mira como patrimonio muerto y no como la vida que siempre nos incita a cambiar, a devenir, a no estar seguros de lo que hacemos y decimos. Pobre brujo hoy vuelto patrimonio; pobre Débora por muchos exaltada como lo “envigadeño”, arruinando así las posibilidades de una obra abierta –por utilizar la expresión del semiótico italiano Umberto Eco- en donde la interpretación localista, sin duda es la más insuficiente y la más mezquina.
Participar en un evento como este, es quizás una luz de esperanza en medio de esas oscuridades que muchos vemos; una luz que quizás no prospere y que en el mañana tal vez se apague. Pero al fin y al cabo, una luz, un fuego, de cuyos rescoldos a lo mejor puede emerger lo asombroso y maravilloso de la vida.

I. La estrategia del guerrero
¡Oh Demódoco! Téngote en más que a ningún otro hombre, ya te ha enseñado la Musa nacida de Zeús o ya Apolo, pues cantas tan bien lo ocurrido a los danaos, sus trabajos, sus penas, su largo afanar, cual si hubieras encontrándote allí o escuchado a un testigo. Mas, ¡ea!, cambia ya de canción y celebra el ardid del caballo de madera, que Epeo fabricó con la ayuda de Atena y que Ulises divino llevó con engaño al alcázar tras llenarlo de hombres que luego asolaron Troya.
(Homero, Odisea, VII, 487-495)

Así imploraba Ulises a Demódoco para que contara sus hazañas. Ulises, quien estaba de incógnito ante los feacios, imploraba al aedo que relatase la más célebre de sus hazañas, la del Caballo de Troya. Ulises u Odiseo es el hombre de las astucias, de las artimañas, el “fértil en ingenios” y “el destructor de ciudades”; Odiseo es quien encarna la astucia, aquello que los griegos llamaban Metis y que fundamentalmente es la habilidad para aprovechar la oportunidad. Aprovechar la oportunidad, ser hábil para el engaño, es algo que no es propio de todos los hombres y que requiere, en lo fundamental, de una formación, de un aprestamiento; la astucia depende de comprender los modos de actuar y pensar de aquel que ha de convertirse en nuestra víctima, o cuando menos, en el engañado bajo la forma de la obnubilación que producen las palabras del astuto. Ulises era tan astuto, que incluso según Higinio, se apropió de la idea del caballo. Según esta versión –distinta a la homérica y a la de Virgilio- la ocurrencia del caballo fue concebida por Atenea, quien inspiró a Prilis, hijo de Hermes, sobre esta estratagema. Ulises, en esta medida, lo que hizo fue atribuirse un mérito que no le pertenecía. Pero si concibió o no la idea, lo cierto es que en ambos casos él es un astuto, un hombre que aprovecha la menor posibilidad para sacar ventaja. El relato mismo del Caballo de Troya es muestra de ello. El caballo fue dejado al frente de la ciudad de Troya, en el lugar en donde estaba el campamento de los aqueos, el cual fue quemado para que los habitantes del Ilión creyesen que aquéllos habían partido, agotados en una guerra tan larga que parecía no tener fin. De hecho, quemar el campamento era un disfraz. Los griegos no se fueron, sino que algunos de ellos –veintitrés, treinta, cincuenta y algunos dicen que tres mil-, se introdujeron dentro de la construcción de madera, mientras que otros se escondieron frente a Ténedos y las islas Calidnes; el inmenso caballo de madera además, tenía un letrero que según Apolodoro decía: “En la agradecida anticipación del regreso a salvo a sus hogares, los griegos dedican esta ofrenda a la diosa”.
Todo estaba urdido, de tal manera, que los troyanos creyesen que los griegos se habían ido, que el caballo era una ofrenda y sobre todo para que, dado el sistema de creencias de los antiguos, tomasen semejante ofrenda, la introdujesen a la ciudad y así se congraciasen con la diosa que siempre se había mostrado a favor de los aqueos. Fueron los mismos habitantes del Ilión, los que llevados por su espíritu religioso, introdujeron el caballo y fueron ellos, por tanto, quienes introdujeron a sus enemigos en el centro de la ciudad. Sólo Casandra, profetisa en descrédito –cargaba la maldición de Apolo de que nadie creería sus profecías, al no haber querido yacer con él y sobre todo, al haberle escupido en el momento de darle un beso- y Laocoonte quien tampoco gozaba de la confianza ni de mortales ni divinos –era sacerdote de Apolo, también caído en desgracia al haber roto su celibato (tenía dos hijos) e incluso al haber yacido con su esposa Antíope en el altar, a la vista de la estatua del dios-, decimos, sólo Casandra y Laocoonte advirtieron sobre la trampa que allí había. Lo que sucedió después es harto conocido, quizás en exceso y simplemente conocido, pero bien vale la pena vincularlo con otros dos hechos. Junto con el incendio y el ataque nocturno de la ciudad, el que acometieron los griegos en la noche mientras los troyanos dormían, se dieron dos hechos concomitantes: las profecías de Casandra se cumplieron, y Laocoonte, a quien se le comisionó un sacrificio a Posidón (el caballo era también una figura que representaba a este dios), fue devorado, junto con sus dos hijos, por serpientes que salieron del mar.
Ahora bien, esta historia quizás tan traída de los cabellos bien vale la pena tomarla en cada uno de sus aspectos, o al menos en algunos de ellos. Ulises, lo decíamos arriba, es astuto porque sabe ponerse en el lugar de sus futuras víctimas; Ulises sabe de su enemigo, los modos de hacer y pensar y por tanto, la forma en que lo puede atacar. Los troyanos pertenecían al mismo horizonte cultural de los aqueos (aunque los segundos son llamados propiamente los griegos, lo cierto es que ambos son parte de la misma cultura) y quizás eso facilitaba la comprensión de Ulises de la forma en que habrían de proceder al dejarles el caballo-ofrenda a la vista: lo tomarían para congraciarse con los dioses que tan adversos les habían sido. Conocía al dedillo el sistema de creencias de quienes quería derrotar; lo conocía hasta tal punto, que si no es porque otros pasajes de Homero, Virgilio, Higinio y Apolodoro, nos demuestran lo contrario, podríamos suponer que Ulises utiliza las creencias de los otros, mientras que él no cree en nada. Ulises es fundamentalmente, un interpretante de las maneras culturales de los troyanos y por tanto, es a partir de esa cualidad, como puede hacer pronósticos de cuál será el comportamiento de los habitantes de la sitiada ciudad. Podemos decir entonces, que Ulises es conocedor de las reglas de una cultura y ello le permite prever lo que ha de ocurrir; ocurrencias del futuro sin embargo, que bien pueden no ser realizadas y en donde siempre queda un margen de incertidumbre.
Esto que decimos de Ulises no es en modo alguno desdeñable, porque nos dice algo fundamental de nosotros mismos: todos en nuestra cotidianidad hacemos lo mismo que este maestro de los ingenios. Ulises no hace otra cosa más que radicalizar la experiencia humana fundamental y que nos permite habitar, y sobre todo, territorializar el mundo de forma habitual. Todos somos, de alguna manera, Ulises. ¿Cómo llamar a esta experiencia cotidiana? Llamémosla por ahora, como el conocimiento de detalles que permite de alguna manera hacer generalizaciones con las cuales podemos salir más o menos bien librados. Es la experiencia de todos nosotros, que siempre nos fijamos en los detalles, en lo singular, para tratar de elaborar estrategias en el vivir. Sólo que en el caso de Ulises es más connotado el efecto de su argucia, de su capacidad de mirar detalles; y lo es, porque es una observación refinada, la observación propia del cazador. Ulises es un guerrero, pero es uno que depende de su fuerza, de su espada, de su lanza y su escudo, de su vista aguzada; Ulises es un guerrero antiguo y por tanto, un cazador. Los cazadores son los que tienen que estar tras el rastro de los detalles nimios, para asegurar el éxito de su labor; las pisadas del animal indican la dirección en la que va, una rama quebrada del bosque dice cuán alto es –por tanto cuál es su peligrosidad-, un olor dirá su proximidad. El cazador, Ulises y nosotros en nuestra cotidianidad, somos, seguidores de huellas y desde allí elaboramos hipótesis del mundo, nunca verdades definitivas, que nos pueden o no servir; hipótesis que en realidad, como dice la semiótica, son inferencias, abducciones, o como diría en su momento Aristóteles, son apagoge. Lo que somos, lo que pensamos, lo que nos hace posibles en el mundo, es la capacidad de mirar lo singular y los detalles. Y ello vale para todo. Para saber cuándo va a llover, para saber si quien nos interesa también nos presta atención, para saber si somos objeto de una conspiración en contra nuestra. Pensar es detallar y singularizar: palabras, gestos, huellas, indicios o síntomas. Pensar es tratar de hacer una hipótesis o una regla a partir de esos detalles.
Y sin embargo, lo que parece tan cotidiano, no garantiza en modo alguno el éxito de nuestras inferencias. Ulises intuía qué podrían hacer los troyanos; pero también –si acaso no tuviese una maldición- cabía la posibilidad de que hiciesen caso de Casandra. A la sazón, ella también era una lectora de indicios, de de detalles, y desde ahí era que hacía su labor profética. Tendemos a creer que en cuanto tal, una hechicera o profeta, como en este caso, lee misterios en el cielo o en lo invisible; lo cierto del caso es que lo que hace es visibilizar lo que está a la vista de todos y que nadie quiere ver. Un adivino o adivina, lo que hace es pronosticar sobre lo que otros no quieren ver; es un tanto, como ver la carta robada –por evocar a Edgar Allan Poe en su célebre relato y que tanto gustaba a Lacan- en donde nadie se espera que esté; un adivino es un detective, y más aún, es un investigador. Quizás, haya niveles diferenciales en su hacer –es evidente que el científico no tan fácilmente lo podemos equiparar al brujo, o que un detective no hace conjuros mágicos para detener a un criminal-, pero lo cierto es que todos ellos tienen algo en común: leen detalles y singularidades, que es lo que podemos llamar “signos”. Un detalle es un signo, y este signo hace parte de una red y de unos horizontes de significación que algunos llaman códigos y otros enciclopedia; un signo por tanto, es algo que se ve –o se siente de alguna manera, ya que un olor también puede ser significativo- y sobre todo, que se interpreta por referencia a los códigos o el espacio enciclopédico en el cual emerge. Un mismo detalle, singularidad o signo, se interpreta de modo distinto según esas codificaciones o espacios contextuales.
Tomemos por caso otra vez, el Caballo de Troya. En él vemos que Ulises sabe de los códigos religiosos de los troyanos y por eso les crea la trampa; fácilmente puede prever el comportamiento de sus enemigos. Casandra, entre tanto, ve en el Caballo un signo e infiere –que así se llama este proceso- lo que puede suceder, porque conoce que entre los Aqueos está Ulises y cuán tramposo es; Casandra está informada del contexto de sus enemigos. El primero deja un indicio, un signo, que la mayoría no logra interpretar; sólo la adivina logra prever lo que ha de ocurrir. Desde nuestra perspectiva, la actitud de los troyanos es una actitud ingenua y Casandra se nos presenta como un ejemplo de prudencia: debieron ver las entrañas del caballo antes de introducirlo a la ciudad; debieron destruirlo o simplemente, si hubiesen esperado un tiempo prudencial, los Aqueos por hambre y necesidad habrían salido del artilugio. Sin embargo, todo aquello que se nos ocurre no deja de ser un sinsentido; lo atractivo de la historia es que ocurra como está establecida y no soportaríamos un final alternativo, justamente porque el Caballo de Troya también sirve para indicarnos que todos, en mayor o medida, somos víctimas de la falsa lectura de signos. El común de los troyanos leyó lo que allí había desde unos códigos religiosos y actuó en consecuencia; o mejor sería decirlo, actuó llevados por unos hábitos culturales que difícilmente podían removerse o ponerse en duda. Bien se puede llamar a esos hábitos, altamente codificados, unos prejuicios pero también, el mínimo saber para poder sobrevivir en el mundo; sin su religión los troyanos, y los griegos en general, tampoco hubiesen tenido la grandeza que tuvieron, aunque fue esa misma visión religiosa la que en este caso particular los llevó al límite. Digámoslo entonces, extrapolando esta situación, los códigos –culturales, de la ciencia, de un saber o una disciplina- son espacios potenciales para la creación, pero también son limitaciones; garantizan una libertad de acción, pero también inhiben otras alternativas. Nosotros podemos, si queremos –aunque repito, ello no deja de ser absurdo- cuestionar la actitud ingenua de los troyanos; pero mejor sería mirar, nuestras ingenuidades que no nos permiten pensar desde otro lado, que no nos permiten descodificarnos o simplemente transcodificarnos.
Un célebre ejemplo de otro Caballo de Troya es el caso de Galileo sometido al juicio de la Inquisición en los primeros esbozos del mundo modernos en el siglo XVII. La Iglesia Católica –que había encontrado un equilibrio en las tensiones entre la fe y la razón, gracias a Santo Tomás- tenía una concepción física tomada de Aristóteles y ajustada a la doctrina bíblica: la tierra en el centro y alrededor girando las esferas celestes, entre ellas la que correspondía al sol; la prueba de ello estaba en que Josué, según el texto bíblico había podido detener la marcha del sol como estrategia para derrotar la ciudad de Jericó. Lo que Galileo, a partir de la lectura de los textos de un religioso polaco (Copérnico) y de sus observaciones logradas gracias al telescopio que él mismo contribuyó a construir y perfeccionar, era todo lo contrario: el sol estaba en el centro y alrededor giraban la tierra y los otros planetas. Pero incluso, la forma en que el astrónomo italiano enunciaba esta interpretación del mundo y del universo, era muy distinta de la forma en que hasta ese momento se había enunciado la verdad del cosmos (incluso en Copérnico); en otras palabras, la ciencia medieval –si acaso la expresión cabe, considerando que hay un saber sobre el mundo con eficacia y suficiencia explicativa- utilizaba los signos de una forma distinta, y sobre todo encontraba en todas partes signaturas que evocaban la escritura misteriosa y casi mágica de Dios. El cosmos era finito, aunque podía tener ilimitadas cosas; lo que estaba arriba (el macrocosmos) estaba análoga o semejantemente ubicado abajo (en el microcosmos); el “orden” medieval (la expresión orden incluso podría ser inconveniente o anacrónica, pero se puede utilizar para señalar justamente la diferencia) era un orden religioso y mágico, ya que cualquier cosa del mundo entablaba relaciones de similitud, simpatía, conveniencia o emulación con otras cosas del mundo o con elementos del macrocosmos o incluso, con seres invisibles como los ángeles y querubines. Esta forma de saber, Michel Foucault la llamó en Las Palabras y las cosas la episteme de la semejanza, y perduró –o fue el centro de las formas de saber- hasta el Renacimiento, hasta el siglo XVI; forma de saber que hoy pervive, vulgarizada, en los discursos del astrólogo que ve signos en el cielo que revelan el carácter de cada uno y los avatares que en el futuro pueda enfrentar. Pero Galileo no era astrólogo, sino astrónomo; él no veía en Mercurio el rasgo distintivo de la ambigüedad de carácter de quienes son Géminis o en Saturno el símbolo de la melancolía, sino que veía en Mercurio y Saturno planetas que giraba alrededor del sol y esta rotación se podía explicar bajo otra forma de código, ya no mágico, sino matemático. Para Galileo el universo empezó a tornarse infinito, pero también calculable; y si Dios escribía, no la hacía mágicamente, sino matemáticamente. En otras palabras, Galileo estaba planteando un cambio de código, una descodificación del saber medieval para construir otra forma de código –el de la física moderna- para explicar los mismos signos; signos en donde el astrólogo veía el misterio, y en donde el astrónomo no veía más que retos matemáticos. Galileo es pues, un Caballo de Troya en medio del troyano mundo del saber medieval y de la doctrina oficial de la Iglesia Católica, reforzada por la Contrarreforma e instrumentalizada por esa mácula que fue el Tribunal de la Inquisición.
[2]
Sin embargo, lo que realmente importa en la argumentación que acá pretendemos, es el juego de un mismo signo y el modo en que puede ser interpretado –no leído, ya que el cielo no es algo que se lea como quien lee una novela, sino que se interpreta, es un “texto” abierto y no lineal- de forma distinta según los códigos en los cuales se esté. Un signo, esquemáticamente, lo podemos entender del siguiente modo:


Un signo es una relación, no es algo que en sí mismo esté dado. Kepler, para cambiar de astrónomo y utilizar el ejemplo de Umberto Eco, conoce esta perspectiva heliocéntrica y aventura una hipótesis que radicaliza más el desbarajuste del saber medieval: las órbitas de los planetas no son esféricas o perfectamente circulares, sino elípticas. Valiéndose de las observaciones de otro, en particular de las de Tycho Brahe, y de los indicios y detalles que le daba la rotación de Marte, Kepler utiliza los códigos de la física moderna naciente y aventura una hipótesis que tuvo que verificar mirando la rotación de otros planetas. Kepler cabe aclarar, hizo esta inferencia, esta interpretación a partir de los signos que había consignado Brahe al observar los cuerpos celestes; interpretación que, a pesar del mismo Kepler, le llevaron a contradecir lo que él creía. Él era un protestante, profundo creyente en Dios, y por tanto, dispuesto a aceptar las explicaciones pitagóricas que hablaban de las armonías de las esferas celestes y que el movimiento más perfecto y simple era el circular; pero ese prejuicio –que incluso le hizo crear un primer modelo de explicación bastante complejo, a partir de un juego entre círculos, poliedros y los cuatro elementos de la física aristotélica- lo tuvo que abandonar, aún reconociendo que el movimiento elíptico de los planetas contradecía la simplicidad del mundo y por tanto, la hermosura de la creación divina. Kepler hizo una inferencia, se descodificó y descodificó una forma de saber, digámoslo así, gracias a su terrible ‘pecado’: no creer en la escritura mágica de Dios, sino en su escritura matemática.
Este ejemplo, o mejor deberíamos decir, este caso, nos muestra además, niveles de interpretación distintas a partir de distintas construcciones sígnicas. En efecto, no es lo mismo interpretar fenómenos cotidianos y rutinarios, fácilmente comprensibles gracias a lo que un código cultural nos ha enseñado, que otros fenómenos completamente inhabituales. Fácil resulta para nosotros, decir cuándo y cómo va a llover, o si será un día soleado, porque un entorno cultural nos ha enseñado que ocurre con el movimiento de las nubes que salen por el oriente y que parecen caminar del sur hacia el norte del Valle en el cual habitamos. Pero esa inferencia la hacemos los que vivimos en este entorno y nos hemos dado a la tarea de escuchar lo que otros saben; es decir, si estamos insertos en el código cultural de los habitantes del Valle de Aburrá que conocen los avatares de su clima. Saber eso, sin embargo, no nos garantiza que también conozcamos sobre el clima de otros lugares. Cuando vivimos en otra parte del mundo, con otro clima, son los nativos de ese lugar los que no tienen que enseñar a interpretar las señales del cielo para tratar de evitar chaparrones y catarros posteriores. Cuando estamos en nuestro entorno, hacemos inferencias –o abducciones, para usar el término de Peirce- que podemos llamar hipercodificadas. Cuando estamos en un entorno distinto y queremos aventurar sobre el clima –o cualquier otra cosa-, hacemos una inferencia valiéndonos de nuestra experiencia insuficiente, pero arriesgamos una interpretación que en algún modo nos obliga a ser ingeniosos; como no manejamos los códigos de ese entorno, entonces la inferencia que hacemos se llama hipocodificada.
Empero estos son ejemplos bastante simples y cotidianos. Hay otros procesos de inferencia mucho más complejos y son los que obligan a inventarse la Regla o la Hipótesis; son aquellos procesos inferenciales que nos obligan a descodificarnos completamente y por tanto son abducciones o inferencias creativas. Son en este caso, las inferencias de las ciencias o de cualquier saber o disciplina; es el caso de Kepler, pero también es el de otro contemporáneo de él –aunque distante en el espacio- Cervantes, que crea una forma distinta de contar el mundo y que inventa la novela moderna: descodifica, a través de la burla y la ironía, el relato predominante en el cantar de gesta y las novelas de caballería, y termina por inventarnos la estrategia de la novela moderna que es completamente inédita en su momento y que es la evidencia de una relación distinta con los signos. En otras palabras, eso que llamamos la creación puede ser algo fácil, pero a su vez, algo completamente difícil. Fácil, porque no es algo que nos venga del cielo o que corresponda a procesos psíquicos misteriosos que alguien quisiera desentrañar para encontrar poco más o menos, el misterio de la vida y todo lo existente; crear es una facultad que está implícita en la forma en que aprovechamos y realizamos inferencias de los signos del mundo, que a la sazón es lo que todos los días y en cada momentos tenemos que efectuar por cuanto es lo que nos hace humanos. Es lo que Lacan llamaba lo simbólico, la inserción del individuo en la cultura luego de pasar la fase del espejo, y que bien podríamos decir, para que nos entendamos, es residir en lo sígnico, es habitar lo semiótico y hacer constantemente semiosis. Pero al mismo tiempo, la creación es difícil, porque implica una desgarradura, un dolor de sí o por lo menos un malestar. Descodificarse es deshabituarse, es tratar de percibir, ver, sentir y pensar de una forma distinta a aquella que nuestro entorno cultural nos ofrece cotidianamente; y esa descodificación nada nos garantiza éxito o al menos, la posibilidad de llegar a un nuevo y cómodo terreno, por el contrario, nos puede llevar al fracaso. ¿No es acaso el testimonio de muchos artistas de éxito póstumo, que son la evidencia del triunfo en el fracaso? ¿No es el caso de muchas hipótesis científicas que no tuvieron éxito o si lo tuvieron fue momentáneo y hoy yacen en el olvido? ¿No es el caso de la frenología y el mesmerismo decimonónicos que trataron de ser explicaciones de la mente y el psiquismo humanos, que hoy nos dan risa y vemos como extravagancias de otro momento histórico? La descodificación se puede pagar con el ser, incluso puede convertirse en la forma en que para muchos se manifiesta la enfermedad mental. El científico, el investigador y el creador son vistos como locos por un entorno cultural determinado –la cultura occidental de los últimos doscientos años, por lo menos-, pero quizás sean vistos como los extraños y los anormales bien porque establecen una relación distinta con los signos y sobre todo, porque radicalizan lo que todos estamos obligados a hacer en nuestra cotidianidad; por eso los vemos como seres anómalos, justamente por aquello que tienen de cercanos a nosotros. Es como si se confirmara aquello que desde su reclusión en el manicomio decía Epifanio Mejía a principios del siglo XX: “Todos estamos locos, dice la loca; que verdad tan amarga, dice su boca.”

II. El canto de las sirenas
Entre tanto la sólida nave en su curso ligero se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía, mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas. Levantáronse mis hombres, plegaron la vela, la dejaron caer en el fondo del barco y, sentándose al remo, blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto. Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos y, a su vez, a la nave me ataron de piernas y de manos en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego, a azotar con los remos volvieron el mar espumante.
(Homero, Odisea, XII, 166-180)

Señalan Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en su célebre libro, Dialéctica de la Ilustración; fragmentos filosóficos, que la escena del Canto de las Sirenas es la clave explicativa de todo la aventura relatada en Odisea, pero sobre todo, permite pensar la figura de Ulises como la expresión de un rasgo en el cual encontramos el fundamento de lo que se consumaría en el tiempo moderno –un prolegómeno de las posibilidades y límites de la razón-; rasgo, que paradójicamente también se disolvería en la Modernidad o al menos estaría en riesgo de hacerlo. En Ulises, según estos pensadores de la Escuela de Frankfurt se puede encontrar una oposición entre lo mítico y natural, en contra de la racionalidad y la construcción del sí mismo en donde emerge la subjetividad.
El sí mismo representa la racionalidad universal frente a la ineluctabilidad del destino. Pero como encuentra lo universal y lo ineluctable ya estrechamente ligados entre sí, su racionalidad adquiere necesariamente una forma restrictiva, a saber: la de la excepción. Odiseo debe sustraerse a las relaciones jurídicas que lo circundan y amenazan y que en cierto modo están inscritas en toda figura mítica. El satisface la norma jurídica de tal forma que ésta pierde poder sobre él en el momento mismo en que él se la reconoce. Es imposible oír a las Sirena y no caer en su poder: no pueden ser desafiadas impunemente. Desafío y ceguera son la misma cosa, y quien los desafía se hace con ello víctima del mito al que se expone. Ahora bien, la astucia es el desafío hecho racional. (Adorno y Horkheimer, p.110)
El modo en que Odiseo desafía a la Sirenas, por tanto al mito, es un acto racional, lo cual señala, en opinión de los dos pensadores alemanes un rasgo propio de la racionalidad occidental: acabar con los mitos. En otras palabras, si bien el mito señalaba que el canto de las Sirenas era la perdición de los marinos, lo cierto es que Ulises descubre una fisura en el mito, y astutamente se hace atar, porque en parte alguna se dice que no es válida esta estratagema así como la de llenar de cera los oídos de sus remeros; Ulises sabe que en principio, la naturaleza y lo mítico son invencibles, pero no renuncia a su racionalidad y es a través de su uso, que puede poner en entredicho la importancia que hasta entonces se le ha conferido a estos dos elementos. La astucia de Ulises hace que el poder del mito y la naturaleza –que subyuga a los hombres- sea puesto en entredicho. De este modo, pierden su eficacia,
Pues el derecho de las figuras míticas, en cuanto derecho del más fuerte, vive sólo de la irrealizabilidad de sus preceptos. Si estos se cumplen, entonces los mitos se desvanecen hasta la más lejana posteridad. A partir del encuentro felizmente fallido de Odiseo con las Sirenas, todos los cantos han quedado heridos, y toda la música occidental padece el absurdo del canto de la civilización, que sin embargo es al mismo tiempo la fuerza que mueve toda la música artística. (Ibíd., p.111)
Ulises, desde esta perspectiva, encarnaría la fuerza de la razón, o por lo menos de una racionalidad e incluso encarnaría –paradójicamente- el mito propio del proyecto ilustrado, que en opinión de los dos pensadores alemanes (que escribieron este texto en medio de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en 1945) puede correr el riesgo de no realizarse. Sabemos que el propósito tanto de Adorno y Horkheimer es justamente, ubicar los mojones o puntos críticos de ese proyecto que ellos en el presente que les tocó vivir, encontraban en peligro de no realizarse. Una ecuación, entre las muchas que se podrían inferir de la lectura de este libro, es la que vincula a Ulises con la astucia y la razón; una ecuación que podemos aceptar hasta cierto punto, pero que no descubre algo fundamental en la Metis de los griegos: que no habla de una razón, sino de muchas razones, de muchos efectos de construcción racional que se dan cuando aparece el uso de esta figura.
La Metis, que podemos llamar astucia, pero también destreza, habilidad, oportunismo y hasta meticulosidad, realmente en el mundo griego era una diosa, la primera esposa de Zeus que cuando se encontraba embarazada, fue devorada por su esposo; por eso, Atenea, el fruto de aquella malograda relación, nace de la cabeza de su padre, y por eso mismo, Zeus adquiere las virtudes de su esposa. Metis, hija de Tetis y Océano, si bien no figura en el panteón con grandes cultos y rituales, no es una figura menor, ya que es gracias a ella, que el mundo adquiere equilibrio. Cuando desaparece del mundo olímpico, Metis deja de ser una diosa y se convierte en una cualidad, que encarnan otros personajes míticos en diversos momentos, y que a su vez, señalan distintos formas de efectuarse esta cualidad: la astucia, el oportunismo, la destreza.
De esta manera, la metis muestra la importancia de la astucia y la inteligencia sobre la fuerza, así como también la necesidad de aprovechar la oportunidad (Kairós) cuando hay dos fuerzas antagónicas enfrentadas (en un combate no conviene lanzarse a ciegas al ataque, sino calcular el momento preciso para el mismo); pero lo más importante de la metis, como señalan Jean-Pierre Vernant y Marcel Detienne es su carácter móvil, ambiguo y múltiple. Estas características se ejercen cuando se tiene conciencia de que el mundo no es algo estable y fijo, sino que está sometido al devenir; saber esta condición es una de las claves para desplegar la metis, la astucia. Por eso Metis, tal como cuenta Apolodoro, cuando aún era parte del Olimpo, tenía un “poder metamórfico”.
Un rasgo del personaje de Metis, atestiguado por Apolodoro y que habríamos podido creer secundario o sobreañadido, adquiere así todo su valor. La esposa de Zeus está dotada de un poder metamórfico. Como otras divinidades marinas (que son también “primordiales”): Nereo, Proteo, Tetis, puede adoptar las apariencias más diversas: hacerse sucesivamente león, toro, mosca, pez, ave, llama o agua que fluye. Para escapar del abrazo de Zeus, como Tetis al de Peleo, Metis se cuenta, “se mudó en toda suerte de formas.” (Detienne, Vernant, pp. 25-26)

Ahora bien, quien dice metamorfosis señala la aceptación de la fluidez, como rasgo propio de la existencia; un rasgo que muy pocos aceptan, quizás ninguno de nosotros, porque soñamos una constancia y una regularidad en la vida, desde que nacemos hasta que envejecemos. Esa constancia es justamente lo que llamamos, un tanto a la ligera, personalidad. Suponemos unas condiciones básicas de nuestro decurso vital, que nunca perdemos; suponemos algo esencial en nosotros y lo que es todavía peor, suponemos una razón igual para todos los hombres y un deber ser generalizable, a partir de esta supuesta razón. Sin duda, es un rasgo de falta de astucia; no somos astutos cuando nos suponemos siempre los mismos. Quizás esa sea la razón por la cual tan fácilmente podemos caer en las redes de la astucia de los otros, ya que metis, en el mundo griego y en nosotros, es también el calificativo para hablar del engaño, de un “poder artero” que se vale de la confusión, la ambigüedad y el disfraz para desplegar su potencia. La metis del otro, sus artimañas, pueden entonces revelarnos las mentiras en las que hemos vivido; nos engaña para mostrarnos nuestro engaño que supone constancia, regularidad y una sola razón.
En este sentido, podríamos decir que cuando no queremos ver las posibilidades de la metis, somos como los marinos engañados por las Sirenas y que caen en sus redes; no nos damos cuenta que el principio que rige su canto seductor, puede ser recusado por una salida más astuta, que podemos engañarlas y descubrir el vacío de su poder. Ulises nos enseña, no tanto la universalidad de la razón como suponen Adorno y Horkheimer, cuanto el hecho de que todo conocimiento requiere y en sí mismo es un engaño: conocer es engañar-se. No es encontrar una verdad de fondo, sino una verdad provisional que durante una parte de nuestro recorrido, nos puede servir, pero que luego, cuando las condiciones son otras y las nuevas preguntas ya no caben en la vieja respuesta, entonces podemos y debemos abandonar. Si no lo hacemos, estaremos cayendo en el peor de los conocimientos, en el prejuicio, es decir, en la imposibilidad de hacer juicios desde el uso de nuestra facultad de juzgar, de pensar y discernir; estaremos cerrándonos a nuevas respuestas, porque las viejas nos parecen más que suficientes. Señalar el carácter provisional de lo que sabemos, es algo que a muchos no gusta; de hecho, nadie niega que la incertidumbre no es una forma de vida agradable y sobre todo, que carecer de respuestas exactas para todo, no deja de ser una vía expedita hacia la angustia.
Sin embargo, la lucidez nace de esa incertidumbre. De hecho, el modo de lo sígnico que arriba mostrábamos, nos brinda elementos para darnos cuenta de que la incertidumbre es nuestro estado habitual y que solamente nos hacemos la ilusión de que ello no es así, para poder soportar nuestra vida.


Si tomamos cada uno de los elementos que allí están, es claro que lo que algunos llaman Significante o Representamen (términos este último debido al semiótico norteamericano Charles Sanders Peirce) es tan sólo una marca en el mundo, un rastro, un vestigio, un estímulo, una simple huella; una marca que en sí misma no dice nada, si no está inscrita en un contexto determinado, en unos códigos que son una condición Interpretante que brinda Significado a esos registros. Si no somos cazadores, no sabremos entender la huella que se nos presenta; si no estamos acostumbrados, como les ocurrió a los parisinos en 1895 cuando vieron las primeras películas de los hermanos Lumière, creeremos que el tren de la pantalla nos va a atropellar o que la gente que sale de la fábrica viene hacia nosotros. Nosotros podemos ver una fotografía propia, y hasta solazarnos con nuestra imagen; pero algunos aborígenes rechazaran incluso ser fotografiados para no perder su alma, su doble o como lo queramos (o podamos) llamar. Shaka Zulú cuando a principios del siglo XIX, vio la imagen de Cristo en la cruz, y los ingleses le explicaron que esa imagen era la imagen de dios, objetó diciendo que un dios no podía ser torturado de esa forma, que ese no era un verdadero dios. Una misma marca puede ser signo de distinta manera para distintas personas, porque están inscritas en condiciones interpretantes distintas. Nada garantiza la univocidad del significado ni del sentido; nada garantiza incluso que aquello que vemos en última instancia como un signo, efectivamente hable del mundo y sus cosas, es decir, que haya un referente que avale el sentido y el significado de los signos o de las marcas que yo constituí como tales, en virtud del uso de ciertos horizontes de significación. El referente es prescindible. ¿No hablamos todos de una película, de las aventuras de un superhéroe, que todos sabemos que no existe, pero que sin embargo juega un papel en nuestros imaginarios? ¿No son muchas veces los supuestos, los prejuicios que mencionábamos arriba, elementos indemostrables e insostenibles en cualquier ejercicio argumentativo, y sin embargo, desde ellos condicionamos nuestro actuar y nuestro decir?
Si el significado es circunstancial y el referente puede o no puede estar, en última instancia lo que queda claro es que el mundo que tenemos no es más que el que hacemos en la interpretación de los signos o más aún, de los registros significantes, indiciarios, del mismo. Las cosas en tanto reales siempre se nos escapan, resulta imposible asirlas o esperar que ellas nos digan lo que son; quienes dicen lo que son, somos nosotros, dependiendo del contexto cultural en el cual estemos insertos. Si Nietzsche proclamó que “no hay hechos, sino interpretaciones”, y que por tanto no queda más que indagar en las trampas que nos tiende el lenguaje, y que incluso nuestras más sacrosantas verdades no son más que construcciones del lenguaje (“Creemos en dios, porque creemos en la gramática”, nos dice en El crepúsculo de los ídolos); entonces, podemos afirmar que lo que creemos verdadero es un engaño. Pero un engaño no en el sentido de que sea la contraparte de una verdad escondida; engaño porque lo cierto es que no hay verdad. Todo lo que tenemos, todo lo que decimos, todo lo que pensamos no es verdadero, a lo sumo es verosímil.
Ahora bien, quien dice verosímil recuerda la consideración aristotélica sobre el papel del arte, o en su caso más exactamente, de la tragedia en tanto espectáculo. El filósofo griego, convencido de la existencia de la verdad, había establecido jerarquías en su cercanía o no a la misma, de distintas formas de saber, de hacer y de pensar. Ponía la verdad como algo inalcanzable, como algo que sin duda pertenecía a la ousía o sustancia primera. Empero, ello no era óbice para que la filosofía en primer lugar se acercara a ella de alguna manera; luego estaba la poesía trágica cuya relación con la verdad era la de verosimilitud; y al final la historia por cuanto no sabía más que de lo singular y por tanto era la forma de saber más alejada de la verdad.
Hoy no compartimos esta perspectiva aristotélica, al menos por tres razones:
1. Porque la verdad se nos ha perdido, porque la verdad para su existencia y perduración, debe manifestarse como regla general y ser objeto de un saber general. El más general de esos saberes es lo que desde el mismo Aristóteles se empezó a llamar metafísica. Saber sobre la trascendencia incognoscible, en última instancia, pero hacia la cual se debe propender. Esta perspectiva aristotélica la hemos quebrado justamente porque desde Cristian Wolf en Alemania en el siglo XVIII el afán por hacer una metafísica en el plano de la filosofía es prácticamente un camino obliterado; a lo sumo, ha quedado como una perspectiva vulgarizada de la cual charlatanes de medio pelo se han prendado para cautivar incautos.
2. Valoramos en cambio, lo verosímil, porque hemos extendido lo que antes era el espacio del arte a todas las formas de saber y hacer. Tan verosímil es la representación de una obra de teatro, como una explicación en física. Ninguna de las dos puede decir que lo que muestra sea la verdad; puede aducir, como señalaban los inquisidores de Galileo que si bien condenaban al astrónomo italiano, lo cierto es que el modelo heliocéntrico guardaba “mejor las apariencias”, aunque contradecía el texto bíblico. Nuestras formas de comprensión del mundo, cualesquiera que sean, en últimas señalan que las mismas son frutos de la interpretación que hacemos de las marcas del mundo que tornamos en signos, o bien porque son interpretaciones sobre otras interpretaciones previas. Lo que sabemos es de la provisionalidad de nuestro saber, o como bellamente señala Guillermo de Baskerville –el personaje de la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa-, “la única verdad es que no existe la verdad”
[3].

Hoy podemos explicar el mundo y el universo desde hipótesis como las del Big-Bang, hablar de un universo en expansión, infinito e informe; y esa verdad, en la que creemos a pie juntillas, en realidad no es más verdadera que la del hombre antiguo y medieval –y hasta el renacentista- que creía en un cosmos cerrado, finito, geocéntrico y configurado con esferas celestes que giraban al tenor de armonías particulares. Son dos formas de la verdad, útiles en cada momento e insertas en contextos diferentes. Si la cosmología antigua y medieval ya no nos sirve, no es por su falsedad en sí –aunque todos la califiquemos de mentira-, sino porque somos parte de una historia, de un mundo moderno que se ha tenido que legitimar en la distancia abierta frente a todo lo sagrado, en una apertura que ha enfrentado a la humanidad al infinito y a la soledad. Un hombre medieval nunca estaba solo, porque por doquier encontraba las signaturas de dios, mientras que un hombre desde el siglo XVII en adelante, vive el desgarramiento de Pascal cuando señala que el universo es “una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (Pascal, p. 119); un hombre moderno comienza como Nietzsche, su primer texto dedicado a los problemas del lenguaje (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, de 1872), señalando la pequeñez del hombre en el universo, lo desdeñable qué es la tierra y lo vacua que resulta la arrogancia de un ser que se cree el centro de todo y protagonista de una supuesta “historia universal”; un hombre moderno no puede, en fin, aceptar la explicación medieval no porque sea errónea en sí, sino que la tiene que tornar en tal error, para hacer otra verdad provisional.

Por eso, no es fortuito que buena parte de las indagaciones de la Historia y las Ciencias Humanas y Sociales –entre otras cosas, no sabemos por qué se les sigue llamando ciencia y no saberes o disciplinas-, repetimos, buena parte de sus indagaciones se ha dado a la tarea de ver las distintas formas de relación sígnica que hemos hecho los hombres en distintos espacios y tiempos. La lección inicial de Nietzsche, en Genealogía de la moral, cuando nos muestra los cambios en las valoraciones de lo bueno y lo malo a lo largo del tiempo, y cómo nuestra moral cristiana no es más que una moral de esclavos y sometidos; el trabajo de la hermenéutica, la misma de Heidegger y Gadamer, que buscan en la mirada hacia el pasado las potencias heurísticas para pensar el presente; la propuesta de Gilles Deleuze y Félix Guattari, en El Antiedipo, en donde a más de mostrar las limitaciones de la explicación de Freud de lo social y la cultura a partir del psicodrama burgués, encuentran las variaciones en las configuraciones sociales en su igualmente cambiantes relaciones con el signo: desde escribir la ley en la piel, hacerlo en papel, o simplemente vivir en procesos de descodificación y nueva axiomática como los que hoy vivimos. Claro, también Michel Foucault, que nos mostrará en Las palabras y las cosas la forma en que la relación con los signos establece distintas formas de aproximarse al saber, que entre lo cotidiano y lo erudito, configuran un terreno que él llama episteme.
Nuestra relación con los signos no es pues, constante y única. Cambia con los contextos culturales y sobre todo, cambia con el tiempo; cambia al tenor de las variaciones técnicas –no es igual la relación que con los signos establece un campesino medieval que un obrero industrial en Europa en el siglo XIX, o un trabajador free-lance de nuestra contemporaneidad-, y ello señala para ser exactos, que al cambiar nuestras condiciones sensibles, cambia también la forma de comprender el mundo. De hecho, una vez más, fue Nietzsche, en diversos apartados de su obra, pero sobre todo en sus fragmentos póstumos, quien señalaba la importancia de lo perceptivo y lo sensible, como una forma de conocimiento; no hay sensación pura, todo lo que percibimos nos viene dado por un medio determinado
[4]; no hay más que, lo que Klossowski llamó, una semiótica pulsional, que incluso no remite a un significado, sino a una vivencia sensible. Nuestro mundo, que bajo las condiciones técnicas que hoy vivimos, exacerba las condiciones de sensibilidad, asiste a la configuración de grupos humanos que crean vínculo única y exclusivamente desde un pacto en el sensorium; es lo que Michel Mafessoli ha llamado “las tribus urbanas” en donde un grupo de jóvenes[5] se reúnen entre ellos, alrededor de un aire musical, unas formas de vestir, unos gustos cinematográficos y audiovisuales comunes, aunque el discurso –el horizonte de significación- parece ser ninguno o a lo sumo muy pobre. Tenemos de este modo, todo un bestiario en nuestras urbes, pasando por los ya ancianos punkeros, metaleros, skinheads (y todas sus variantes), emos, góticos y sin duda muchos más, que hablan no sólo de la complejidad de la vida contemporánea, sino que nos hacen pensar que quizás, aún en las épocas en donde el horizonte discursivo ha sido de más peso, muy probablemente no era sino una capa endeble de sentido sobre el vínculo sensible que realmente era más importante y definitivo. De ahí, que mirar, entre otras razones, la teoría estética sea fundamental en la formación no sólo del psicólogo, sino de cualquiera que se dedique al estudio de lo humano en cualquiera de sus formas de saber; la estética no es como muchos creen, el estudio del arte o de las cosas bonitas, sino el estudio de las condiciones de sensibilidad, es el estudio de lo sensible. Pensar lo estético nos hace entrever algo aterrador, pero también interesante: buena parte de los conflictos que hemos tenido y tenemos, son conflictos estéticos; las guerras de ayer y de hoy, las tensiones cotidianas, la lucha terrorismo/antiterrorismo que define hoy nuestro mundo es un conflicto estético. Todos ellos, los podemos revestir de discurso, de ideología en última instancia, pero lo cierto es que es más la fisiología, las formas de percibir la relación entre lo Mismo y lo Otro, los que definen la intensidad y la incidencia de estos eventos. Digámoslo entonces, que los humanos nos hemos incluso destruido por interpretaciones, provisionales, verosímiles, y que en últimas son nuestras relaciones sensibles con el mundo las que determinan nuestros conflictos. Contra Aristóteles podríamos decir que la verdad nunca estuvo, que no hay una verdadera jerarquía en los saberes en su relación con esa supuesta verdad, y que era el modelo poético (llamémoslo estético) el que indicaba el camino: lo verosímil es la condición propia del hombre. Asumir esta condición es quizás, lo más astuto que podemos hacer; es realizar el gesto de Ulises de engañar al engañador, de sentir la curiosidad por lo que se nos presenta como verdad, para descubrir al final que no es más que una estrategia de la ilusión.


III. La mirada del cíclope

‘Preguntaste cíclope, cuál era mi nombre glorioso y a decírtelo voy, tú dame el regalo ofrecido: ese nombre es Ninguno. Ninguno mi padre y mi madre me llamaron de siempre y también mis amigos.’ Tal dije y con alma cruel al momento me dio la respuesta: ‘A Ninguno me lo he de comer el postrero de todos o los otros primero; hete ahí mi regalo de huésped.’
Dijo así y vacilando, cayóse de espaldas; tendido quedó allá con el cuello robusto doblado y el sueño, al que todo se rinde, vencióle; eructando el borracho despidió de sus fauces el vino y la carne humanas. Yo a mi vez, en las brasas espesas metiendo aquel tronco, esperé a que tomara calor; […] y ya a punto de arder, aunque verde, la estaca de olivo, encendida de brillo terrible, llevéla del fuego hasta él. Mis amigos de pie colocáronse en torno y algún dios en el pecho infundioles valor sin medida; levantando la estaca oliveña aguzada en su punta se hincaron con fuerza en el ojo.

(Homero, Odisea, IX, 364-383)


3. Pero también habíamos señalado un tercer aspecto por el cual nos podíamos distanciar de Aristóteles; un tercer aspecto que en sí mismo merece una amplia consideración, ya que apunta a ese inquietante afán de generalización que encontramos en él pero también en la filosofía y el pensamiento posteriores. Recordemos la argumentación aristotélica frente a la cual tratamos de tomar distancia. Al final, en el último nivel, en relación con la verdad, el estagirita pone a la Historia como una forma distante de lo verdadero, porque en cuanto tal, se ocupa de lo singular y no de lo general. Da cuenta de batallas, de hechos gloriosos, o como en Heródoto, puede ser testimonio etnográfico de lugares distantes y universos culturales disímiles y contemporáneos. No viene al caso señalar las particularidades de lo que los griegos entendía como historia, pero sí interesa ver el desdén de Aristóteles a la misma por cuanto se dedica a observar el detalle y lo singular. La pregunta entonces sería, ¿por qué ese afán de generalizar? El mismo pensador había señalado, que no hay más saber (ciencia o episteme, como la queramos llamar o traducir) que de lo general; el propósito de todo conocimiento es el de la generalización, el de mostrar verdades generales que puedan aplicarse a un universo amplio de fenómenos. En este sentido, dedicarse a estudiar singularidades, como hacía y hace la historia, pero también como hace la medicina, es estar instalado en un saber sin futuro o por lo menos, vacuo; en otras palabras, detenerse en los detalles es no conocer. Para esta perspectiva, que inaugura Aristóteles y que durante tanto tiempo nos acompañará en Occidente, lo universal, la explicación total del universo, parece ser la meta; y en esa misma medida, aquello que indagan hechos singulares, o se dedican al examen de síntomas individuales, son figuras más o menos extrañas, que se pueden calificar de eruditos inútiles o seres especulativos y charlatanes. Repetimos, en este campo estaba la historia, pero para los griegos también estaba la medicina; Heródoto e Hipócrates eran maestros de lo singular, y el segundo, era además maestro de la observación, de marcas sensibles, de huellas e indicios, que desde entonces hasta hoy, llamamos síntomas.

El médico –y todas sus variantes, incluyendo al psiquiatra y al psicólogo- es fundamentalmente un observador. Lo que sabe, lo sabe por verdades transmitidas, pero sobre todo, porque ha afinado su capacidad de ver. El médico no sólo tiene un acervo de conocimientos, sino que debe enfrentar cada caso en su singularidad. De ahí, el que hoy los medios de comunicación, utilicen la figura del médico, o la del psicólogo, como alguien cercano al investigador policiaco, y que cada caso clínico sea comparable a un caso criminal
[6]. El buen observador, mira los detalles y lanza hipótesis, jamás verdades generales e inamovibles; el buen observador hace abducciones, y a despecho de Aristóteles, tiene que desdeñar la Inducción o la Deducción, que durante mucho tiempo la lógica consideró como los caminos más seguros de todo conocimiento para llegar a la verdad. Lo que se aprende desde lo singular es a establecer hipótesis, nunca verdades trascedentes, o para decirlo con los términos que arriba utilizábamos, elaboramos verdades provisionales que apenas son verosímiles. Y en cuanto tales, estas hipótesis funcionan–como en el mencionado caso de Kepler-, hasta que se demuestre lo contrario; las leyes de Kepler son ejemplo de una hipótesis exitosa, de una generalización que todos podemos aceptar hasta hoy, pero que nadie garantiza su eternidad: no es una verdad general, inamovible, esencial; es provisional, aunque exitosa, y que perdurará hasta que alguien pueda demostrar otra cosa –que los planetas también pueden girar en forma sinusoidal, por ejemplo- y entonces, esa hipótesis ya no será tan general, aunque sí suficiente para algunos fenómenos.

Es lo mismo que ocurrió con la física de Newton, que desde el siglo XVII hasta fines del siglo XIX y sobre todo, hasta la primera mitad del siglo XX, era un corpus de hipótesis exitoso; pero los fenómenos electromagnéticos, el despliegue de la termodinámica y la teoría de la relatividad de Einstein (sobre todo esta última), mostraron los límites de la misma. La física newtoniana, en cuanto mecánica, nos es muy útil para nuestro mundo inmediato –para construir puentes, hacer edificios, para entender cómo y por qué se chocan dos vehículos-, pero no sirve para nada para explicar los fenómenos del universo en su totalidad: no sirve para explicar un universo en expansión, ni la atracción, ni la importancia de la luz en la comprensión de ese misterioso orbe, ni siquiera para explicar el choque de las partículas mínimas que son los elementos que configuran nuestro mundo más inmediato. Para explicar estos fenómenos, la relatividad y en general la astrofísica, son más convenientes. Newton es una hipótesis que ya no es verdad general, sino parcial, y sirve limitadamente en algunos terrenos; Einstein, cabe anotar, tampoco nos sirve para todo, aunque gracias a él, incluso nuestra cotidianidad se ha visto afectada: desde el despliegue de la energía atómica hasta el uso cotidiano de rayos laser en lectores de discos.

Así, las verdades de la ciencia, es necesario decirlo una vez más, son verdades a medias, son una manifestación del engaño –aunque la contraparte auténtica no existe en modo alguno-, son verosímiles. Las aceptamos porque nos parecen suficientes o porque al menos guardan mejor las apariencias; sobre ellas establecemos un horizonte de sentido e incluso un sentido común, lo cual muestra justamente, que al contrario de lo que decía Descartes, el sentido común no es la cosa más bien repartida del mundo. No lo es, porque el que indaga e investiga, sabe de entrada que puede jugar en un terreno cenagoso, obtener ciertas respuestas, pero que en el día de mañana –acaso en un siglo, acaso en un mes-, toda su labor se puede venir al piso. Un científico, un investigador y un creador bien se pueden caracterizar con los mismos rasgos que Nietzsche atribuía al filósofo, diciendo que:

… es un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos le golpean como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso el mismo sea una tormenta que camina grávida de nuevos rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia tiene miedo de sí, -pero que es demasiado curioso para no “volver a sí” una y otra vez. (Nietzsche, op.cit., &292, p.250)

Ver es parte pues de esa condición de saber, en cualquier terreno; ver, pero al mismo tiempo, sospechar. No se trata de tener una visión única, ni de aceptar la visión más evidente. Se trata también de recusarla, de sobrepasarla, de inquietarla, de confrontarla. Eso es lo que hace quien investiga. Si arriba señalábamos que las percepciones ya nos vienen dadas según los contextos culturales, lo cierto es que una cultura está viva cuando alienta dentro de sí quien cuestione estas formas perceptivas; ver no es algo dado por naturaleza, es algo configurado en un medio dado y por tanto, sometido a los avatares más insólitos. La potencia biológica de ver, oír, o sentir de cualquier forma, necesita de la educación de un entorno; somos seres sociobioantropológicos, sin duda, y así nos lo ha enseñado Edgar Morin en distintos momentos de su obra; somos seres animales, pero que necesitamos de nuestra condición cultural para seguir evolucionando. Por eso inventamos técnicas, entre ellas la del lenguaje, la del mundo de los signos y los símbolos, para enfrentar astutamente el mundo que no comprendemos; para terminar en últimas, inventando el mundo que podemos comprender. Una vez más, la metis –que en su carácter lábil, multiforme, proteico, no sólo es maestra del engaño, sino también de la habilidad y el ingenio-, resulta fundamental en el despliegue técnico, conceptual e intelectual del hombre a lo largo de su historia. Y ese despliegue lo que permite son formas distintas de ver y al mismo tiempo, es el reto para tratar de ver de otra forma. Ver, contemplar, pero también sospechar; por eso, no se puede en un medio que pretende ser de conocimiento, aceptar las miradas chatas, las visiones recortadas, que aceptan lo que el medio les enseña a ver. La verdadera dinámica, sobre todo en la Modernidad, viene dada en la confrontación entre modos de ver, en medio de las alteraciones de lo visible que se producen y su incidencia en la forma de conocer.

De ahí que podamos decir que la Modernidad enfrenta el ver, de una forma tal que en comparación con épocas anteriores es completamente inédita. Desde fines del siglo XVIII, el régimen de visibilidad se hace más amplio de lo que antes había sido; poco a poco, desde las instancias de poder, se quiere ver la singularidad de los miembros de una masa que antes sólo se miraba en conjunto como aglomeración indiferenciada. Singularizar, como busca el poder moderno, implica fijarse en los detalles, en los rasgos nimios, o al menos buscar unos rasgos medianamente genéricos que permitan discernir conjuntos poblaciones dentro de lo que antes era un grupo humano indiferenciado. Clasificar –lo que no era más que la expresión de lo que venía desde el siglo XVII con la instauración de una mathesis universalis, es decir, de una prioridad por el orden bien fuese este matemático o por comparación-, implicaba e implica, buscar rasgos comunes y rasgos diferentes que permitan hacer taxonomías y cuadros. Por ejemplo, clasificar la población masculina, según su estatura y disposición física para construir ejércitos modernos, es hacer una separación, un subconjunto en lo que antes era una multitud indiferenciada; clasificar implicaba, e implica, ver el comportamiento de los hombres, sus pequeños detalles, sus más pequeños síntomas para así configurar las etiologías de la enfermedad mental; clasificar es separar a los niños, a quienes antes nadie prestaba mayor atención, y someterlos a una práctica pedagógica para que así puedan existir como infantes; clasificar y separar es ordenar las ciudades bajo el amparo de la naturalización de un artificio que es la distinción entre lo público y lo privado: clasificación que comporta el nacimiento de la planificación urbana, bajo los ideales maquínicos, funcionales y la idealización de un hombre encontrará su bondad natural en un espacio adecuado, en donde el poderoso no se mezcle con el sometido, en donde el burgués tenga su aislamiento separado y la masa urbana –peligrosa, viscosa, fluida- pueda ser controlada. Clasificar comporta el ver: ver la fisiología, el comportamiento, describir al niño, tratar de ajustar la visualidad de las ciudades a los ideales del plan del arquitecto y el ingeniero. Un régimen de visibilidad que se hace cada vez más amplio y exhaustivo, es el punto en donde está amparado el poder y sobre todo, el poder moderno; las sociedades disciplinarias de las que habla Foucault o las sociedades de control de las que habló Deleuze, muestran justamente que nada se quiere escapar a esa pasión escópica.

No obstante, esa pasión por ver al detalle puede conducir al absurdo. Arriba mencionábamos la frenología como una de esas formas de comprensión sígnica que habían tratado de fundar una nueva codificación de lo humano; la frenología de Gall, en realidad tomaba los detalles y terminaba haciendo las generalizaciones más absurdas. Interesado en el control al delincuente –en sociedades y ciudades que se hacían masivas y por tanto incontrolables- el propósito de este saber, con pretensiones de cientificidad, era ver “el instinto asesino del criminal, por ejemplo, marcado por los huesos salientes situados sobre el conducto auditivo externo, o la inclinación viciosa del ladrón, marcada por el hueso frontal saliente” (Courtine y Vigarello, p.260) Esta consideración que hoy nos parece una charlatanería, en su momento –en la primera mitad del siglo XIX-, fue vista como una alternativa seria en la lucha del estado moderno contra la delincuencia; como también lo fue la doctrina de Lombroso quien con la publicación en 1876 del Uomo delinquente lo que hizo fue extender el campo de observación de Gall, del cerebro a todo el cuerpo aunado con su particular interpretación de la doctrina evolucionista. Para Lombroso, el cuerpo del delincuente, y en particular el aspecto de su rostro, podía dar cuenta de sus tendencias criminales que a la sazón, no eran más que la expresión de rasgos atávicos, de hombres que no estaban al tenor de la evolución.

Un semblante domina, sugiriendo la ferocidad en los rasgos: “débil capacidad craneana, mandíbula pesada y desarrollada, gran capacidad orbital, arcos supraciliares salientes”, los estigmas del humanoide. Las cifras abarcarían también el conjunto del cuerpo: talla y peso, diámetro de la cabeza y ángulos faciales, lóbulo de la oreja y líneas de las manos, longitud de los miembros y anchura de los hombros. El “exterior” no traduce ya una pasión que deforma el cráneo, como dice Gall, sino más bien la presión de los accidentes genéticos: los que fijan al sujeto en una edad primitiva de lo humano, los que lo detienen en la violencia y los balbuceos de los orígenes. Una manera de ilustrar cuerpos rendidos ante los rudimentos de la fuerza y el instinto, impregnados por los estigmas arcaicos de la brutalidad. De donde surge la aparición, alrededor de 1880, de una disciplina pretendidamente erudita: la “antropología criminal”, que pretende ser legitimada con revistas y congresos internacionales. (Ibíd., p.262)

Todo esto nos da ya una pista interesante: no todo lo singular se puede generalizar. Mucho de lo que hay en el mundo, de los fenómenos que vemos en distintos seres orgánicos e inorgánicos, no se presta para lanzar hipótesis con pretensiones de verdad general y universal. Esa es la diferencia de las ciencias humanas y sociales –incluso de muchas áreas de lo médico y biológico- con respecto a la física y la química. Estas últimas tienen un rendimiento en sus hipótesis que no tienen las primeras. Por eso, es absurdo buscar las leyes de la historia como lo hacía Montesquieu buscando las leyes de la vida política en distintos momentos y tiempos de la vida humana; como es absurda la pretensión de ciertos lectores de Marx que vieron en su obra las leyes del devenir histórico en términos de dialéctica
[7]; como absurdo es quien dice y repite, sin pensarlo y con falso tono de erudición, eso de que “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”: desengáñense, la historia, lo humano, es único y singular cada vez, es irrepetible. Así como es absurdo, en el terreno de la psicología buscar generalizaciones. Cualquiera que haya estado en medio de una práctica psicológica –incluso como consultante- sabe cuán difícil es basarse en generalizaciones. En este sentido pienso, y perdonen si me equivoco, que es en donde el psicoanálisis cometió generalizaciones imperdonables: extrapoló el modelo familiar burgués para explicar –en su intento metapsicológico, ¿acaso una nueva metafísica?- toda la cultura humana, en cualquier época y lugar. De ahí, ese absurdo explicativo del asesinato del padre en la horda primitiva, que a la sazón no era más que la expresión de los sentimientos familiares de los burgueses vieneses e incluso, sabiendo algo de su vida, de los sentimientos de Freud hacia su padre y madre[8]. Pero en general, muchas veces la psicología –en cualquiera de sus variantes- se vale de la generalización; de hecho, el punto de partida del conductismo se remonta al mecanicismo del siglo XVII y a la ilusión cartesiana de explicar todo en términos de mecano y autómata. Quizás, podrían darse ejemplos de cada uno de las variantes de la psicología: la evolutiva que clasifica el comportamiento del hombre según edades y generaliza desconociendo contextos socioculturales (a lo mejor, mirar esos contextos es estar en una nube filosófica), o aquella otra práctica que quiere reducir el comportamiento humano a un manual de psicopatología que el aprendiz y practicante repiten acríticamente, e incluso la psicología comportamental que ilusamente cree sacar los rasgos genéricos del consumidor o las tendencias generales de grandes grupos humanos. Sin embargo, recientemente se ha presentado un fenómeno que muestra justamente, la imposibilidad de hacer generalizaciones.

Hasta hace unos años, se tenían una tipología del pederasta que surgía de una experiencia adquirida en largos años de práctica clínica en todo el mundo. El pederasta era antisocial, solitario, distraído e incluso incapaz para la vida laboral. Sin embargo, lo que hoy descubrimos es que eso no es cierto. Las redes de pederastia y de consumidores de de pornografía infantil que hoy se descubren en la Internet, muestran que padres de familia, hombres de negocios, sacerdotes, educadores, empresarios exitosos, pueden ser también parte de este comportamiento; lo único que se puede, más o menos generalizar, es que la mayoría son hombres, aunque la existencia de mujeres –un veinticinco por ciento, aproximadamente- lo que muestra es que no hay camino para la generalización: de diferentes edades y con diferentes actividades, ellas tampoco obedecen a un patrón común. No sabemos si fue la red la que extendió esta práctica o si fue gracias a ella que se descubrió lo que psicólogos y psiquiatras, empeñados en generalizar, no habían querido ver; lo cierto, es que hay tantas formas de pederastia y consumo de pornografía infantil, que es imposible sacar un perfil general: el universo de referencia del cual se podrían sacar observaciones e inferencias, no permite hacer hipótesis plausibles. Digámoslo por tanto, la psicología debe quedarse la mayoría de las veces –lo mismo que las llamadas ciencias humanas y sociales- en el terreno de lo singular; estos saberes son los de grandes especuladores, y es en esa condición de especuladores, en donde encuentra su fortaleza. Dejemos ya el prejuicio de que especular es malo, inútil o acaso indicio de una incapacidad mental o de ignorancia; no hay peor ignorancia que la que manifiesta quien cree tener la respuesta de todo lo humano; la mayor manifestación de ignorancia se da cuando las ciencias sociales se dedican a generalizar –hay que oír las que hacen los sociólogos y los antropólogos- y terminan al servicio de poderes que creen encontrar allí la clave para justificar su accionar: el investigador social y humano deja de serlo, para convertirse en policía o en pastor de almas.

En esta medida, así como la criminología dio un paso, al abandonar las hipótesis de Gall y de Lombroso, y gracias a Bertillon y a Galton se dedicó al examen de lo singular y nada más que de lo singular
[9], es necesario hacer lo mismo en los saberes y disciplinas sociales y humanas. Por eso, el camino que parte de una semiótica lleva igualmente a una hermenéusis que tal como señalaba Peirce –y como puntualiza Umberto Eco- puede ser una hermenéusis infinita. No se debe temer al hecho de no poder generalizar; no se debe temer el aprender la lección de otros que hicieron otra cosa con el afán de visibilidad de la Modernidad. De hecho, esa pasión escópica también puede ser recusada en su mismo uso; es más, debe serlo. Es lo que hace el arte –aunque no exclusivamente- quien como Ulises hiere el ojo de Polifemo y huye de su control. Se puede usar la visibilidad astutamente, porque a la sazón, Ulises también es alguien que ve, que se fija en los detalles y sabe usar artera y oportunamente esa capacidad. De alguna manera, todos estamos obligados a hacerlo, pero lo que el arte y la literatura nos enseña es que no hay códigos estables, que la descodificación y aun la transcodificación es más habitual de lo que creemos y que quizás, sea la alternativa más lúcida para sobrevivir en el heterónimo y heteróclito mundo que tenemos.

Una película, un filme que es un verdadero clásico, 2001, una odisea en el espacio (de Stanley Kubrick de 1967), repite la escena de Ulises destruyendo el ojo de Polifemo: la computadora, que todo lo ve, que es inteligente e incluso intuitiva (por tanto, es astuta, posee la metis), es apagada por el último de los sobrevivientes de la nave que va hacia Saturno; la debe apagar, porque ella, como su antiguo predecesor mitológico, está asesinando a todos los tripulantes y en esa medida arriesga que el encuentro con una forma de la verdad –en este caso misteriosa- del último de los viajeros se vea inhibida. Lo interesante es que la computadora de la nave, llamada HAL 9000 se nos presenta en la película como un gran ojo o más todavía, como un conjunto de ojos diseminados por toda la nave; la computadora es un panóptico que no pierde detalle y por lo cual puede controlar todo. Por eso, la alternativa es destruirla, dañar su pasión y su condición.

De cierto modo, todos estamos obligados, si queremos ser investigadores, si nos gusta estar en las redes de una hermenéusis infinita, quebrar el ojo de los poderes que nos impiden pensar de otra forma; de los poderes que quieren someter nuestro discurso y sobre todo, que quieren frenar la potencia de lo que nos hace humanos: nuestra condición semiótica. El arte, repito, no es enseña sobre ello. Nos hace ver de otra forma, nos hace ver donde otros no quieren ver; es un poco como la sabiduría de Tiresias quien a pesar de su ceguera podía ver más allá. El arte nos hace ver sin moral ninguna, sin prejuicios, más allá del bien y del mal, por ejemplo, que una prostituta no es una víctima, sino alguien que encuentra su dignidad en el uso de su goce perverso; o nos enseña de la condición cruel de lo humano, que no tiene reglas previas ni instintos predeterminados, sino que en lo humano todo es posible: la mayor violencia consigo y con los otros, también la mayor ternura; o simplemente, que no existe algo así como el instinto maternal, sino la pulsión que puede manifestarse de la manera más variopinta. El arte es interpretación y cada uno de nosotros, si asumimos nuestra vida como una obra en proceso, un work in progres, está obligado a reinventarse todos los días y a reinventar el mundo; un investigador es un inventor, un hombre de la incertidumbre; un investigador, en últimas, se ajusta en su vivencia al dictum del poeta:

Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender

Antonio Machado

Envigado, noviembre 17 de 2008.

BIBLIOGRAFÍA SUSCINTA
Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración; fragmentos filosóficos. Trad. Juan José Sánchez. Madrid, Trotta, 1997
Courtine, Jean-Jacques y Georges Vigarello, “Identificar. Huellas, indicios, sospechas”, en: Historia del cuerpo; vol. III, el siglo XX. Trad. Alicia Martorell y Mónica Rubio. Madrid, Taurus, 2006
Detienne, Marcel y Jean-Pierre Vernant, Las artimañas de la inteligencia; la metis en la Grecia antigua. Trad. Atonio Piñero. Madrid, Taurus, 1988
Eco, Umberto, De los espejos y otros ensayos. Trad. Cárdenas Moyano y Elena Lozano. Barcelona, Lumen, 1988
____________, Los límites de la interpretación. Trad. Helena Lozano. Barcelona, Lumen, 1992
Fernández Castro, María Cruz, Leyendas de la guerra de Troya. Madrid, Alderabán, 2001
Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. Trad. Elsa Cecilia Frost. México, Siglo XXI, 1993
Graves, Robert, Los mitos griegos (2 vols.). Trad. Luis Echávarri. Madrid, Alianza, 1996
Homero, Odisea. Trad. José Manuel Pabón. Barcelona, Planeta DeAgostini, 1997-
Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal; preludio de una filosofía del futuro. Trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid, Alianza, 1985
[1] Historiador, Especialista en Semiótica y hermenéutica del arte, y Magister en Estética de la Universidad Nacional de Colombia; candidato a doctor en Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid (España). Profesor del Departamento de Estudios Filosóficos y Culturales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.
[2] El antiguo tribunal inquisitorial persiste, y hoy se llama Tribunal para la defensa de la Fe, uno de cuyos últimos líderes fue justamente Joseph Ratzinger, el actual Benedicto XVI… ¡Cuántos Galileos nos quedaran en el futuro! ¡Cuántos inquisidores, además, hay por diseminados por el mundo!
[3] Cabe anotar que el personaje recuerda la figura de Guillermo de Ockham, el filósofo y teólogo inglés del siglo XIV. Ockham era un franciscano que se dedicó al estudio de la lógica y tal como era obvio en la época, su punto de partida era Aristóteles. Sin embargo, el nominalismo –que así se ha llamado su forma de pensar- le llevó a constatar que los conceptos generales no dicen nada del mundo y sus singularidades, y que sólo son producto de la abstracción. De este modo, el concepto era una convención, una denominación creada por el pensamiento, pero no por los elementos singulares del mundo. Guillermo de Ockham al abrir esta distancia entre las palabras y las cosas (o en razón de lo que venimos diciendo, entre las marcas significantes y su significado), descubre que la denominación de lo singular va en otro sentido. Por eso, Umberto Eco al inspirarse en el filósofo inglés para crear su personaje, le da un aire cercano a Sherlok Holmes, que a partir de detalles lanza hipótesis para descifrar los crímenes que se cometen en la Abadía. Hipótesis que no son verdades generales ni tampoco son conceptos universales.
[4] “Cuanto más abstracta sea la verdad que quieres enseñar, tanto más tienes que atraer hacia ella incluso a los sentidos.” Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal. & 128, p.102
[5] Lo cual no niega ese espíritu en otros rangos de edad, lo que no viene dado por el psiquismo de los individuos, sino por la fragmentación vital que produce la vida metropolitana. Sin duda también hay “tribadismo”, aunque de forma distinta, en las formas de sociabilidad de adultos y ancianos, determinado también por afinidades sensibles, es decir, estéticas.
[6] En este sentido, la serie de televisión Dr. House de la cadena Universal, se regodea con la imagen de un médico que evoca a Sherlock Holmes, el famoso detective novelesco inventado por Arthur Conan Doyle en la Inglaterra del siglo XIX. Solitarios, foscos, con problemas de drogas y rodeados de un grupo de médicos que no ven lo que tienen que ver, resuelven casos por su habilidad para observar detalles. Para el caso del psicólogo, la serie Criminal Minds (Mentes criminales) es un buen ejemplo de la forma en que el psicólogo es un lector de síntomas que le permiten lanzar algunas hipótesis que vayan en procura de capturar delincuentes y criminales que entre lo psicótico y lo perverso –y a veces, en medio de la tontería-, revelan la complejidad de lo humano. Como veremos páginas más adelante, esto al contrario de lo que muchos creen, no hace del médico o del psicólogo un científico, sino un maestro de la especulación.
[7] Hasta vulgarizar y aceptar sin crítica alguna, la afirmación lanzada por Marx en El dieciocho brumario de Luís Napoleón Bonaparte de que la “violencia es partera de la historia”. Parece que ese eslogan, lema o frase panfletaria fuese suficiente para explicar la vida y la historia humanas; lo que es peor, desde ahí se pueden justificar muchas de las atrocidades de nuestro presente.
[8] En lo personal, creo que la explicación y justificación que desde lo simbólico dan a este hecho los lacanianos no es más afortunada; es igualmente una generalización y una reducción del deseo a su represión y no a su producción incesante.
[9] El primero con la opción de la antropometría –saber de las medidas corporales de cada uno, sin buscar generalizaciones- y el segundo con las huellas dactilares –sabemos que cada huella es única e irrepetible-. Ambas son maneras de salirse de la generalización y la vulgarización.

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